Capítulo diecinueve: Cuando estás aquí.

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Después de comer, con aquella aura casi mágica que nos envolvía en cada bocado, con los ojos de mi compañera llameantes, llenos un furor nuevo que embriaga a todos mis sentidos, nos ponemos de nuevo en marcha. A lo largo de todo el viaje vamos a ver unos cuantos paisajes, todos parecidos y todos diferentes.

Volvemos a darle las gracias al camarero que nos ha sacado de un enfrentamiento poco agradable y juntas, de la mano, salimos hasta volver a entrar en nuestra pequeña casita de cuatro ruedas. Sky se sienta en el asiento del copiloto, pero yo me dirijo directamente a la cama.

—¿Qué? ¿No pretenderás que conduzca recién comida? ¡Que me duermo!

La rubia de mi corazón se ríe, descubriéndome un nuevo significado a la palabra volar.

—¿Puedo echarme contigo?

—Faltaría más, nena. Ven aquí.

Le abro mis brazos, en los que se recuesta acoplando todo su cuerpito al mío. Hace un calor horroroso, pero es tan placentero sentirla así que no puedo pensar en nada más que no sea en su respiración acompasándose poco a poco a la mía.

Pasan unas cuantas horas, pues cuando abro los ojos, sintiendo en ellos el escozor del despertar, ya ha bajado el sol. Me asusto al no notar junto a mí a Skyler, así que, con un bote, me incorporo en el colchón. Tardo poco buscándola, pues está sentada en la pequeña mesita de madera mirando por la ventana. Solo atino a verle el rubio del pelo, pues está de espaldas a mí. Sonrío, sintiéndome idiota, pero llena de endorfinas. Me quedo un rato así, sin moverme, solo observándola. Al ver que tampoco en esos minutos se mueve, lo hago yo hasta ponerme a su altura y acariciarle la cabeza, a lo que ella responde mirándome con los ojitos brillosos.

—¿Ya te has despertado? —Amplía su sonrisa cuando me paso el dorso de la mano por la cara para intentar despejarme, pues se me están volviendo a pegar los párpados.

—Más o menos, no te creas, eh. ¿Qué hora es? —Busco mi teléfono, sin mucho éxito.

—Las seis de la tarde, te has caído redonda.

—¿Tanto he dormido?

—Ajá.

—¿Y tú llevas mucho rato despierta? —Me deja sitio a su lado, así que aprovecho y me dejo caer en su hombro.

—Un ratito.

—¿Entonces no te he dejado solita mucho tiempo?

—Nah, no te preocupes. —Le quita importancia con un gesto de la mano—. Ven aquí.

Me acoge en su pecho, pasando sus manos por debajo de mi camiseta, buscando el contacto directo con mi piel. Yo me amarro a su cintura, dejando mi nariz en el hueco de su cuello. Huele a verano, a calor y colores. Huele a tomates fritos y a la naturaleza más inhóspita. Huele a piña, a aventuras. Tiene un olor característico, suyo, muy suyo, que me hace respirar tranquila. Sus uñas me hacen un masaje superficial en la espalda, haciéndome cosquillas, poniéndome la piel de gallina.

—¿Tenemos prisa para el siguiente destino? —Rompe la quietud del momento.

—No —me sale la voz pastelosa, cayendo de nuevo en la relajación muscular que solo ella podría propiciarme incluso en esa postura donde mi columna vertebral me está gritando a gritos que corrija.

—¿Y qué vamos a hacer ahora?

—Podemos quedarnos así un ratito.

—¿Así? —dice en tono juguetón.

—Ya está despierta, la niña. Ni un respiro me da, ¡ni uno!

Escucho su risa rebotando en su pecho, en su estómago, revolviéndolo todo de ella, llenando todo de ese sonido delicioso.

Crónicas de un yo pasado, tú presente y nuestro futuro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora