Capitulo IV

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El crepúsculo resurgía en su velado deber, como esclavo del destino, como súbdito y leal plebeyo de la rutina. Era sábado. No tenía clase y sentía cómo el frígido aire ingresaba por el ventanal roto que, la noche anterior, había quebrado estando invadido por la oscuridad y el odio.

Vacío, fue la única sensación que cruzó mi ser y que causó en él un deseo inexacto de repudio a la humanidad. Me afligía el comportamiento de las grandes multitudes que se movían de un lado a otro; que andaban de aquí a allá con una mirada perdida, odiaba la degeneración del hombre que no sabía quién era en realidad.

La mayoría de las personas mueren sin encontrarse a sí mismas. Viven una existencia tan simple, tan inútil, tan pasajera, tan inadvertida, que al final, sólo aciertan en el singular y exclusivo capricho de llevar a cabo lo que nunca fueron. Luchar contra la corriente y tener la vil pretensión de darle sentido a su historia (ya casi finalizada), fueron ideales producto de la locura y desesperación del corazón. Este pensamiento era un poco subjetivo. Mi mente era el aposento de las dudas.

Con los ojos entreabiertos y con diminutos fragmentos de vidrio en mi mano, me levanté e hice lo de costumbre. Estaba dispuesto a entablar conversación una vez más con aquel chico. Necesitaba entender qué había tras su rostro. La impresión de sentimientos ocultos se hizo más fuerte. Sabía que era necesario comprender a una persona antes de juzgarla. Y de esta manera emprendí en un diáfano impulso tras la verdad.

Al salir de casa encontré una anciana que, de lejos parecía sufrir cargando con dos gigantes bolsas en cada mano. Repulsión y odio (nuevamente) fue mi respuesta para todos los que la vieron, ignoraron y como cobardes vientos se desvanecieron sin antes brindarle ayuda. Tomé pues ambas bolsas (que parecían costales) y explicándole a la señora de edad mi motivo, recibí de ella una sonrisa de satisfacción y sosiego. Luego de descargar en una humilde edificación, la dama, agotada por el recorrido, sacó de su cartera lo poco que le quedaba y con alegría, tomó mis manos y depositó sobre ellas el dinero.

-No debe preocuparse por ello- Dije inmediatamente. -Fue un gusto ayudarle- Agregué.

La señora, escuchando estas palabras de mi boca, respondió con tono de cansancio: - "Gracias hijo, te lo agradezco demasiado. Verás; no queda mucha fuerza viva en este cuerpo anciano, pero jóvenes como tú, le dan un aliento más de vida a nuestra existencia"

-Descanse- Le dije mirándola con cariño. -Debo irme- Repuse y eché a andar sobre las pradas verdes que cubrían la ajada pero acogedora casa.

- Adiós- Respondió, sacudiendo con esfuerzo su mano.

Me había alejado un poco de mi destino, sin embargo iba satisfecho. Cuando llegué a casa de David, (que conocía por la ocasión previa de las bicicletas) toqué a la puerta. No obstante nadie dio respuesta.

-¿Habrá salido?- Pensé.

No sabía cuáles eran los lugares en donde David pudiera estar. Sólo lo había visto en la cancha de fútbol y no más. Ninguna persona lo distinguía aún, ya que era muy nuevo en el barrio. Así que tocó posponer mi visita e ir a dar un paseo por el parque.

Los segundos se tornaron minutos, los minutos en horas y éstas a su vez en días. No lo había visto en cuatro albas y ya conmovido, opté por ir a la cancha de fútbol. Iba con la débil esperanza de encontrar en el campo, aquella alma que me liberaba de mis angustias y me recordaba lo que era vivir por unos segundos. En cuanto llegué, observé cómo pequeños grupos de jóvenes se apoderaban del territorio y danzaban esplendorosamente con la pelota tras el intenso sol que se derretía por verlos jugar. Pero... David no estaba. Empecé a creer que la tierra se lo había tragado. Empecé a sentir que él nunca había existido y que era fruto de mi imaginación.

Alérgico a vivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora