Con la soga al cuello

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La sala en la que se encontraban mantenía el calor dentro de ella gracias a la cocina prendida, donde la mujer probaba la sopa que preparaba para la familia. Su estómago sonó demandando que le llegara comida, pero Beatriz, sin haber servido aún los platos, comprendía que la porción que le tocaría a ella sería pequeña o nula. Primero tenían que comer los niños y su suegro enfermo.

Javier miraba con pena a su madre sintiéndose impotente por no poder hacer algo para cambiar la situación en la que se encontraban. Su hermanita llamaba su atención, Laura parecía no darse cuenta aún de la realidad que vivían y no era para menos, después de todo solo tenía un año. Sus risitas era el único sonido alegre en esa pequeña casa deprimente de dos habitaciones -baño y la sala grande que hacía de living, comedor y dormitorio-, con el techo cayéndose de a poco con goteras que mojaban la madera del suelo los días de lluvia como aquel, pudriéndola más de lo que ya estaba. El frío llegaba a calarles los huesos a todos sus habitantes siendo el único consuelo el dormir de a tres en una cama, cuidando no ahogar al abuelo que ya tocía lo suficiente estando él solo en uno de los dos colchones con los que contaba la familia de seis integrantes.

—¿Ya está lista la comida? —Preguntó Jorge, el niño que con seis años tenía un apetito difícil de saciar, característica que tendía a empeorar la situación, haciendo sentir a su padre que la soga al cuello le apretaba más y más.

—En cinco minutos estará. Pon la mesa —le dijo su madre.

Quejándose por hacer una tarea que no quería, Jorge colocó los cubiertos en los puestos de la mesa que se ocuparían. Le llevó a su madre la bandeja en la que posaría luego el plato que le llevaría al abuelo, para que tomara su sopa en cama y no perdiera así el calorcito que debía tener bajo las mantas.

Antes de servir, Beatriz miró por la ventana, su marido aún no llegaba lo cual le preocupaba. Ya eran las nueve de la noche, debía estar en casa a las ocho y media, pero por la calle no se veía ni rastros de él. Trató de convencerse de que se encontraba cerca y que era la lluvia y oscuridad la que no le permitía ver, en vez de creer que aún estaba lejos de su hogar.

—Javier, vacía los potes, por favor.

Aquella orden cualquier miembro de la familia la comprendía. El joven de 14 años se levantó dejando a su hermanita un momento sola, tomó una a una las ollas y los baldes puestos bajo las goteras, los vació afuera y con prontitud los volvió a colocar en su lugar para evitar que se siguiera mojando el piso. En uno de esos viajes a la puerta se encontró con su padre detrás de ella, pero no venía solo.

—Javi, ayúdame.

Desconcertado el chico dejó el balde que traía en su mano por ahí y ayudó a su padre que traía a un joven de unos veinte años afirmándose en él por el hombro, quien tenía una herida sangrante en la frente. Javier tomó el otro brazo del desconocido, lo pasó por sobre él y junto a Jaime lo arrastraron dentro de la casa. Beatriz detrás de ellos tiró el agua del balde que su hijo había dejado, cerró la puerta, lo colocó donde correspondía y solo entonces se dirigió al viejo sofá donde acostaron al herido.

—Jorge, trae el botiquín, Javier, apaga la cocina.

Si se trataba de dar órdenes, ella era experta y si la cosa era de curar heridas, mucho mejor. Todo aquel que la conocía se quedaba con la imagen que se creaban de ella en un hospital siendo enfermera jefe o médico. Sus padres siempre le vieron un futuro brillante dentro de un centro de salud, pero los planes se vieron rotos cuando el dinero fue insuficiente para costear sus estudios y el embarazo a temprana edad le impidió concentrarse por completo en reunir lo necesario para pagar la universidad. La decisión de dejar atrás el sueño universitario no fue difícil, prefería tener a su niño con ella a tener un título y ver al pequeño en brazos de otra mujer que lo hubiese querido adoptar.

Con la soga al cuelloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora