Yo, Severo Tauro, consul suffectus, ciudadano de Roma, hijo del filósofo Justiniano Tauro y discípulo del gran historiador Octavio Citia, por propia voluntad y decreto divino, pongo mi memoria al servicio de la Historia. Que de mi pluma nunca brote un hecho incierto o exagerado o que cuyas circunstancias no me haya tocado vivir en carne propia. Que la verdad sea mi escudo contra los incrédulos del futuro. Rezo a los dioses para que cuanto narro en estas páginas no sea jamás tomado como desvaríos de un demente, puesto que la virtus que hace del hombre un ser bueno no sólo se basa en el valor demostrado en batalla, sino además en su capacidad para despreciar la mentira.
Ya cuando la muerte me acecha al final de la vida, reconstruyo este pasaje ocurrido sesenta años atrás, cuando aún corría juventud por mis venas y mis ojos no se veían amenazados por la senitud. Ocurrió, de hecho, en el Amphitheatrum Flavium Romae, y fue tal el horror allí vivido en aquel espectáculo, frente a los más de cincuenta mil espectadores presentes, repartidos entre las ochenta gradas, que aún en la actualidad se habla de esa jornada, aunque de una manera muy distinta a como aconteció en realidad. Fue de tal envergadura aquel terror que, en un instante, quedó opacado todo oscuro pasado acaecido en la arena durante los siglos anteriores, como cuando Nerón hizo pelear en un mismo día a cuatrocientos senadores y doscientos caballeros. O cuando Trajano, al regresar de su expedición al Danubio, hizo que, en los ciento veintitres días de fiestas organizadas, combatieran entre sí diez mil gladiadores.
Érase, pues, una tarde calurosa de verano. Hallábame consumido desde hacía varios días por una honda tristeza, debido al fallecimiento de mi muy querido padre. Cerca de mediodía asistí a la exhibición, necesitado como estaba de al menos una irrisoria dosis de diversión. Era de vox populi un acto nunca antes visto reservado para el final de aquella tarde. El bullicio era tan agudo que apenas podía escuchar la voz de mi propio pensamiento. La plebe aullaba con desenfreno ante cada combate. Me sentí contagiado. Al poco de haber tomado asiento entre la multitud, en una de las gradas inferiores, acorde con el status que ostentaba entonces, me descubrí vociferando sin apenas saber por qué lo hacía. El César, en su podium, acompañado por su séquito de senadores y por varios lanistas de prestigio, vitoreaba o abuchaba a la par que la chusma. La inmensa mayoría de las veces lo veía con el pollice verso, ya que sólo él tenía la autoridad para perdonar o condenar a muerte.
Nunca he sido amante de la violencia, los dioses están por testigos, pero no dejaba de resultar atractivo el espectáculo visual que ofrecían aquellos hombres de complexión bien formada, ataviados con armaduras, cascos y espadas, y movimientos precisos y letales. Sin haberlo pretendido, quedé fascinado. Seguí los vaivenes de los combates casi con fruición. Diríase que con la obsesión incurable de un lunático. Gladiadores contra gladiadores. Gladiadores contra animales. Gladiadores contra condenados a muerte. Se sucedían sin fin tracios, germanos, galos, sirios, romanos. Poco importaba si eran esclavos o si combatían por voluntad propia. Todos estaban dispuestos a morir. Y morían.
No demoraban los esclavos en entrar en la arena y, ayudados por garfios de hierro, se apresuraban a arrastrar a los difuntos a través de la Puerta de la Muerte rumbo al spoliarium. El vencedor de un combate se convertía en el perdedor del combate siguiente. Y así sucesivamente, una y otra vez, como una serpiente mordiendo su propia cola. Para cuando la tarde llegaba a su fin, todo estaba cubierto de rojo en el Colosseum. El viento cargaba en sus brazos un fuerte olor a sudor, sangre y muerte.
No entraré aquí en detalles sobre los combates de gladiadores, nada más lejos de mi intención. Ya lo hizo en su momento, con magistral desenfado, el genial Suetonio. Pero sí describiré la extrañeza que cundió en las gradas aquella tarde, cuando un doctore de piel de ébano apareció en el terreno, casi arrastrando lo que a todas luces era una mujer desnuda, tan negra como él mismo. La fémina llevaba una capucha en la cabeza y las manos amarradas por las muñecas a la espalda. Se retorcía de un modo tan furioso que dificultaba el trabajo del doctore, cuyo objetivo era, evidentemente, llevarla hasta el mismísimo centro de la arena. Y hasta llegué a pensar que en cualquier momento la infeliz se soltaría, así de violentos eran sus gestos.
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Los que van a resucitar, te saludan
HororDurante un espectáculo en el Coliseo de Roma, un incidente hace de esa jornada un extraño día: una mujer aparentemente enferma debe luchar contra varios gladiadores, provocando un brote de virus zombi.