En donde Yoshida Ayumi decide que es una perdida monumental que Shinichi, su excelente profesor de física/ ex-detective, y Kaito, su brillante profesor de química quien muy posiblemente es un pirómano, no estén saliendo juntos y se pone a trabajar p...
Shinichi estaba en medio de explicarles los dominios magnéticos a su clase del tercer período, la cual escuchaba atentamente, cuando la alarma contra incendios se activó y los rociadores se encendieron.
La calma académica se disolvió inmediatamente en una frenética conmoción conforme las niñas se movían nerviosamente alrededor, tratando de meterse debajo de sus escritorios para evitar que sus camisas se mojen, y los niños intentaban desesperadamente salvar sus apuntes empapados, sin éxito.
Al frente del aula, Shinichi dejó la tiza que sostenía y suspiró, mirando el reloj que colgaba sobre la pizarra. Solo eran las diez y media. Nunca entendería cómo lo lograba Kaito.
Aplaudiendo y logrando recuperar algo parecido al orden, Shinichi le sonrió a su clase con resignación. Extendió la mano para apartarse el flequillo mojado de la frente, gimiendo mentalmente cuando permaneció atascado en su lugar. —Bueno. Me imagino que se supone que debemos ir al campo ahora, ¿no?
Ignoró los gemidos de la clase sobre que esta es la sexta vez este año y ¿de todas formas, cuándo van a despedir a Kuroba-sensei?, y se dirigió a la puerta, tratando de tirar la tela húmeda de su suéter lejos de su cuello. La factura de la tintorería iba a ser horrenda este mes.
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Probablemente no fue algo bueno que en el momento en que vio a Shinichi, goteando, temblando y longánimo mientras conducía a su clase al campo, Kaito dejó de prestar atención al muy ruidoso e infeliz sermón del director.
Había algo, Kaito reflexionó pensativamente –mientras el director Matsumoto se ponía lírico sobre la importancia de no prenderle fuego a los laboratorios, no dejar que los estudiantes manejen el ácido clorhídrico, etc.–, en cómo se veía Shinichi cuando su suéter empapado se le pegaba a la piel, el cerúleo de la lana oscurecido a azul marino. En el fondo de su mente, Kaito decidió pensativamente que Shinichi realmente debía ser declarado la octava maravilla del mundo, considerando cómo, de alguna manera, se las arregló para verse como una pintura romántica que cobraba vida en el momento en que la luz del sol se filtra a través de las gotas de agua atrapadas en su cabello.
—... y esta es la quinta vez desde abril que has activado la alarma contra incendios y los sistemas de rociadores, Kuroba-kun, e incluso si Kudou-san te recomendó para el puesto, esto es inaceptable...— dijo el director Matsumoto, todo fuego y azufre, en tanto Kaito volvía a concentrarse en la conversación.
—Fue la sexta vez— interrumpió cuando el director se detuvo para respirar y se preparó para otro arrebato.
El hombre detuvo su diatriba, confundido. —¿Qué?
—Fue la sexta vez que activé la alarma contra incendios y los rociadores— aclaró Kaito.
Cuando la boca del hombre se abrió, furiosas manchas gemelas de color apareciendo en cada una de sus mejillas, Kaito le dio una sólida palmada en el hombro. —Lamento mucho esto, señor, Nishimura-kun se puso un poco demasiado entusiasmado con el sulfuro de dimetilo. De todos modos, iré a ver cómo está mi clase ahora. Adiós.