El Inicio del Fin

34 10 2
                                    

Lunes 8:00 AM

Como todas las mañanas el Dr. Allen cargaba su sistema de un café expreso recién preparado. Cansado frotaba su sien, no dejaba de pensar en la impotencia que sentía al ver a su pobre pequeña llorar en las noches sin consuelo alguno. “Papi no me dejan en paz, ahora dan mucho mas miedo”, le decía Emma todas los días cuando la oscuridad llegaba y la luz se iba. Pobre niña, ella aún era pequeña para entender que su padre era un pobre mundano y no un héroe de capa y espada. ¿Qué podría hacer él para ayudarla? Sabía que el tratamiento ya no funcionaba y su enfermedad avanzaba de una forma más acelerada que el resto de las personas que la padecían.

Caminó hacia la pequeña caseta que había adaptado para utilizarla como un estudio, ahí ya estaba su mano derecha y amigo íntimo de la familia. Alan Wiles, un hombre cercano a los treinta años que era fanático de las revistas de cómics y la ciencia ficción,  era una persona poco agraciada y tenía una complexión física igual que a la de un fideo recién cocinado. Wiles había llegado a Agripistan hacia ya unos cinco años, pero cada tres meses visitaba a su familia que vivía en Hirmenokistan, un país pequeño al sur de las costas de “El Fin del Mundo”, muchos afirman que son un microestado.

Los Hirmenokistanes eran personas osadas y necias, podrías ponerlos en una situación de peligro y ellos no pensaran las cosas, se meterán en la boca del lobo. Hace unos meses se desató una situación tensa entre los dos países, la guerra, si bien aún no comienza el conflicto bélico seguramente dentro de poco se levantarán las armas. Alan como siempre hacía oídos sordos ante las advertencias del Dr. Allen sobre seguir visitando a su familia en medio de una guerra que está a punto de estallar, según lo que le había contado en sus noches de póker, dentro de unos días partiría a su país para ver a su familia.

-Buen día Alan.

-Buen día Andrew- contestó .- ¿Cómo está Emma?

-Sigue igual, temo que su enfermedad empeore más de lo que ya está.

-¿Qué te dijo su psicólogo?- preguntó tratando de cuidar sus palabras.

-Lo mismo de siempre, “Sr. Allen, debe tener paciencia, ya verá que el tratamiento le funcionara.”- imitó el tono falso del viejo con un aire condescendiente que acostumbraba usar con sus pacientes.

-Deberías hacerle caso, eres su padre y no puedes tratarla como tu paciente también.

Antes de que Andrew pudiera contestar, el timbre interrumpió la conversación, seguramente era uno de los pacientes del doctor que había llegado a su cita semanal. Alan fue a abrir la puerta dejando ver a Lisa, una niña que a sus dieciséis ya había pasado por alrededor de ocho psicólogos en toda su vida, nadie quería tomar el caso porque sufría de obesidad, lamentablemente vivíamos en una sociedad donde no se aceptan las imperfecciones, otros psicólogos consideraban que no era necesario que Lisa fuera a las sesiones por la obesidad, según ellos el problema era ella y que con una buena dieta todo se solucionaría. Allen, por suerte, había logrado crear un gran vínculo de confianza estrecha con ella. Según los informes la niña comenzó a desarrollar pensamientos suicidas en su inconsciente al llegar a la corta edad de los trece; cuando sus compañeros de escuela le hacían bullying por tener unos kilitos de más.

-¡Hola doctor!- decía mientras abrazaba su pecho.

-Hola Lisa, me alegra verte otra vez- le sonrió.

Su mamá despidió a su hija con la mirada para luego desaparecer por el umbral de la puerta, mientras que Allen y Lisa pasaban a la otra habitación. Como era de costumbre, ella se sentaba en uno de los sillones mientras sacaba de una de las repisas un peluche.

Lunes 20:00 PM

Ya había cerrado el consultorio, Andrew se encontraba en la entrada de la caseta tomando un trago de ron con Alan. Era como una especie de código no escrito entre ellos, cuando alguno de los dos se sentía estresado o agobiado acompañaban sus penas con un par de copas. El sol se escondía entre la copa de los árboles  y una leve brisa fría golpeaba la cara de ambos, sus narices de a poco se ponían rojas y de sus cuerpos emanaba un vapor caliente.

-Lamento cansarte siempre con el mismo tema, pero de verdad estoy preocupado.

-No importa, sabes perfectamente que no me molesta.

-Quiero hacer algo, pero no se que.- Exhaló bastante cansado.

-Esperar, eso es lo que puedes hacer.- Hizo una pausa intentando encontrar algunas palabras que puedan ayudar a su amigo. No las encontró.

-Creo que iré a ver a Emma, adiós Wiles- se despidió.

-Nos vemos mañana.

Caminó por el sendero hecho de piedras que conducía a la casa; no dejaba de pensar en su pequeña hija y su enfermedad.  En casa ella lo esperaba sentada con su peluche “pancho”. Su mirada se iluminó cuando me lo vió entrar por la puerta del salón, una sonrisa radiante se dibujó en su rostro angelical mientras corría a sus brazos.

-Papi, me siguen molestando.-se acercó al oído de su padre.- Pero Isabella las espantó, no lo digas muy alto o si no volverán.

-Hola Andy.

Su madre solía llamarlo así cuando estaba de muy buen humor; inevitablemente recordó su niñez y todas las veces que su mamá le susurraba su apodo especial antes de dormir o cuando le soplaba sus lastimaduras y secaba sus lágrimas. Solamente su familia y amigos íntimos lo llamaban así, la nostalgia ya había invadido su cerebro; “hace mucho nadie me llamaba así” fue lo primero que pensó.

-Hola mamá. ¿Cuándo llegaste?

-Esta mañana, por suerte estaba tu amigo que me dijo dónde buscar la llave. Ya hice la cena, vamos pequeña Emma.- Como era de esperarse la niña le estiró los brazos a su abuela para que la llevará a caballito sobre su espalda.

Martes 1:00 AM

Emma otra vez estaba en la cama llorando, él sabía perfectamente lo que pasaba pero se sentía igual de impotente que un niño, no sabía qué hacer. Era su padre y no podía evitar desesperarse al no poder calmar a su retoño.

-Amor, te voy a decir un secreto.- Acomodó su pequeño cuerpito en su pecho mientras la envolvía con sus brazos.- Siempre que estés conmigo ellos no te harán daño y si yo no estoy…tienes a tu querido oso pancho, siempre te va a proteger.

Sus lagrimitas ya no corrían por sus cachetes rojos, pero se podía notar como intentaba guardarlas en sus ojos a la fuerza.

Una hora después se había dormido, su cuerpo estaba encogido como una bolita en la mitad de la cama y su cara estaba paspada por las insistentes lágrimas pero aun así no logran opacar su aspecto angelical.

Pensaba, pensaba y por fin llegó la idea.

Actividad DeliranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora