Pastelitos de Fez

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Habían pasado un par de semanas desde aquella tarde en que compartió un helado –y sus pesares– con Jean Kirstein. Si bien había hablado con Armin y Eren ese mismo día, no les había comentado nada sobre aquello. No quería molestar a Eren, porque su amigo odiaba a Jean. Pero sobre todo porque sus dos amigos le hubiesen reclamado que no acudiera a ellos si estaba pasando un mal momento. No quería que se sintieran mal.

Había tomado el consejo del hijo de rabino y se inscribió en el taller de cocina que daban dos veces por semana. Aun no hacía amigas, pero el grupo era muy cálido. Incluso, cuando se cruzaban en los pasillos se saludaban con amabilidad. Era un cambio agradable. Estaba tan enfrascada en su melancolía que no había cruzado jamás palabra con una de las chicas del taller que iba en la otra clase de su nivel, Sasha Blouse, quien parecía muy agradable y era muy alegre. Le parecía gracioso que tratara de comerse hasta la masa cruda y que fuese la primera en querer degustar las preparaciones de sus compañeros, aun cuando fuesen horribles.

–Eres buena –le dijo aquella tarde de jueves –Son los mejores pastelitos de fez que haya probado.

Tomó un par de ellos de la bandeja de Mikasa y se marchó volando a probar el de uno de los chicos que estaba al lado. No le molestó que le quitara un par, sino que se sintió muy bien al saber que sus pastelitos estuviesen deliciosos y, que Sasha valorara algo de ella, la hizo feliz.

Cuando salió del taller y luego de despedirse a la salida de sus compañeros miró el tiesto de plástico donde había guardado sus pastelitos. Y, en lugar de tomar la ruta hacia su casa, fue en sentido contrario calle abajo. No tardó más de diez minutos en dar con el edificio, había pasado algunos shabat allí, por lo que sabía el apartamento. Subió los tres pisos de madera de aquella estructura de líneas antiguas y llamó al 3–A. La puerta se abrió en un par de segundos.

Una mujer regordeta que llevaba un mandil la miró sorprendida.

–Hola, Mikasa –la saludó aun sin entender mucho su presencia, pero la chiquilla le caía bien. Era una buena niña –¿Cómo estás?

–Muy bien, señora Kirstein. ¿Cómo han estado ustedes?

–Muy bien, todos muy bien –afirmó dejándole el paso libre al interior –Yo, como siempre, llena de trabajo en esta casa. Pero ya sabes lo que dicen, sin una mujer en el hogar, no se hace nada –Mikasa asintió con una sonrisa, la señora Kirstein era el estereotipo de esposa y madre judía, le caía bien –¿Necesitas hablar con Moshe? –se refería al rabino –Porque tardará en llegar.

Mikasa negó y le extendió el poste de plástico.

–¿Le podría entregar esto a Jean? –Ruth recibió el pote sorprendida. Miró por el translúcido material, eran pastelitos de fez –El otro día estuvimos hablando y me dio una buena idea. Es mi manera de agradecérselo.

Ruth sonrió ampliamente.

–Se lo entregaré cuando regrese de la universidad –le dijo aun sin entender del todo –¿Quieres un té?

–No, pero se lo agradezco. Tengo que ir a casa a ayudar a mamá. Le da mis saludos al rabino.

–En tu nombre, cariño. Me saludas a tus padres –Mikasa fue hasta la puerta, Ruth la abrió –Que tengas buena tarde.

–Usted también.

Ya en casa, luego de una caminata exacta de doce minutos, se dispuso a ayudar a su madre a preparar todo para el día siguiente. Maika Ackerman solía preparar la comida para la cena de Shabat el jueves, ya que, por su trabajo, el viernes alcanzaba a llegar solo para calentar y arreglar la mesa. Mientras su madre cocinaba, Mikasa se dedicaba a limpiar para que todo estuviese impecable para el día siguiente.

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