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Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a
mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en él. El vuelo de Corea, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la
primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En el asiento vecino, junto a la ventanilla, él estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. "Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería", pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que él no percibió.
Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su
sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para
ofrecérsela a él, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no lo despertara por ningún motivo durante
el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de
tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos.
Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para él desde su nacimiento. Por último bajó la
cortina de la ventana, extendió su asiento al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en el asiento, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Corea.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que un hombre hermoso, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a
mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiano que trató de despertar a aquel hermoso hombre para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que él le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de él mismo que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, aun así me reprendió porque él no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarlo.

아름다운 - Minjoon'Donde viven las historias. Descúbrelo ahora