AJUSTE Y JURAMENTO

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Crónica de un maestro seductor y dos alumnas desesperadas

I

Monterrey, Nuevo León (2009)

Las mejillas de Laura sentían una brisa tímida e invernal que se filtraba por la ventana semiabierta de su habitación. También sentía la familiar emoción de emprender un viaje a un lugar nuevo. Era inevitable por más que el desasosiego de abandonar su mundo la cubriera. Dejó para última hora empacar sus ropa. La exasperaba hacer todo con prisa y al mismo tiempo disfrutaba de oír a Fausto y Anahí quejarse de la hora. Mientras ellos decían que no llegarían a tiempo al aeropuerto, ella se detuvo un momento a mirar por la ventana. Sería la última vez que vería a su vecino cuarentón y regordete dejando latas de cerveza en el basurero de la casa de su otro vecino, el anciano de los perros beagle. Era un arquitecto retirado que pagaba para que el barrendero se llevara la basura en su carrito, y como buen holgazán, el vecino alcohólico aprovechaba la oportunidad para no tener que caminar hasta donde quiera que parase el camión de la basura. 

Laura observó la manera en que el sujeto evitaba el rechinido de la tapa del basurero presionando hacia atrás al mismo tiempo que levantaba. Después apoyaba la tapa sobre su cabeza, y con mucho cuidado estiraba su brazo hasta el asa de la bolsa de plástico y la introducía cautelosamente en el contenedor. Parecía mucho más trabajoso que simplemente llevar su basura hasta la esquina cuando sonara la campana. Tal vez la satisfacción era sentir que alguien más se llevaba su basura gratis, aprovechándose de que quien pagaba era el anciano... o quizás era un hombre deprimido que hacía lo que fuera con tal de evitar el contacto humano lo más posible. No quería ni hablar con el señor de la basura y prefería hacer todo ese circo para evitarlo. Eso ella lo entendería.

Laura recogió su larga cabellera en una coleta y comenzó a empacar su ropa. Se había transformado de una niña dulce que reía con el ánimo de nutrir una amistad, en una joven amargada por el rencor. Sus ojos esmeralda perdieron el brillo que destellaba en ellos en su infancia, cuando se sentía valorada por los demás. Acababa de cumplir dieciséis años. La última vez que midió su estatura estaba cercana al metro con sesenta y dos. Desde su última revisión médica ella creía que su complexión era delgada y de proporciones llanas. Sentía que su vida era un vacío. Jamás había conocido la intimidad pura de una amistad. 

Desde la cuna tuvo el afecto que todo infante necesita. La princesita de papá. Sus padres estaba siempre alrededor y de todos modos sentía una soledad desesperante. Por más unida que sea una familia es un hecho innegable que todos necesitamos un desahogo; alguien de nuestra misma edad y jerarquía con quien podamos ser sinceros. Creció observando cómo otras niñas y niños llevaban años de conocerse y hablaban con una sincronía que ella no podía compartir con nadie. Abundaban los chistes locales que ella jamás entendía aunque le explicaran. En un mundo donde la gente se une por los cambios que atraviesan juntos, ella no había tenido la oportunidad de formar un vínculo así. Un tiempo llevó un diario en que expresaba sus frustraciones, alegrías y deseos más profundos. Ir navegando en la escritura la condujo a elaborar varios cuentos y novelas cortas, mezcla entre lo que leía y vivía. La necesidad de comunicarse con otros se avivó como la araña que permanece inmóvil esperando a su presa y se lanza ávidamente a la mosca incauta que se ha enredado en su telaraña. Todos sus escritos debían ser evaluados por alguien más, pero nadie estaba allí para hacerlo. Se dedicaba a escribir en una gran libreta de forro escarlata con trescientas hojas que ella misma había elaborado con las hojas sobrantes de sus cuadernos de la escuela. Era su más preciado tesoro. Escribía en sus páginas con la letra más pequeña que era capaz, procurando retrasar lo más posible el día en que llegara a la última hoja y debiera resignarse a nunca más escribir allí. 

JUSTICIA Y OLVIDO: LA NOCHE DE SATVRNODonde viven las historias. Descúbrelo ahora