8. Musa de la noche

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Circulaba por la 48, la noche era fresca y lúgubre. Un jueves cómo cualquier otro.

Salía del tan odiado trabajo y me dirigía a lo que me esforzaba por llamar hogar pero que no era más que un monoambiente de mal aspecto y con un pésimo hedor a humedad, ubicado en un ruidoso lugar donde cada uno de sus habitantes poseía un sin fin de malas experiencias con el fracaso.

Luchando contra el impulso de terminar en un bar, me detengo en el inhóspito estacionamiento de algún parque; deciendo del auto y enciendo un cigarrillo, el humo se disipa en la leve brisa que corre y se filtra ente los árboles. El cantar de un búho y el llamado de algún grillo era el único sonido que inundaba cada rincón del sitio desolado en el que me encontraba.

Dejando de lado cada maldito detalle que pudiera escaparse de mi entendimiento, un constante golpeteo de unos tacones llamó poderosamente mi atención, avanzaba lenta y vacilante.

Una dama de la vida canturreando una melodía que encantó cada uno de mis sentidos. Esta bailoteaba a solas a la luz de un faro mientras revoleba sus brazos; ante mis ojos parecía una doncella taciturna de una belleza sin igual, su cabello rojizo caía sobre sus hombros y reflejaba el brillo del alumbrado público. Vestía un tapado negro y un vestido color guinda ceñido al cuerpo, su piel tan semejante a la de un ángel y labios carnosos, una diosa escapada de un mito trágico.

El cruce de miradas fue inminente y la principal causa de una guerra de nunca acabar. El deseo y la poca sutileza con la que se hizo presente fue más que suficiente para terminar dentro del auto entregándole a la luz de la luna los ecos del más delicioso canto, el canto de una diosa que al final de la noche yacía a mi lado, dejándose admirar en toda su más divina desnudez, aquella que una vez supe saborear y que al amanecer tuve qué encerrar en el calabozo de los recuerdos, de otra noche de pasión fugaz, de  nula eternidad de un cómplice acuerdo.

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