Relato de una inocente lectora.

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Ella reía, se alegraba, se asustaba, se frustraba, se sobresaltaba, lloraba e incluso, discutía. Era tan apasionada, que se perdía en el mundo de fantasía que se le otorgaba, recorría esos rincones con la mirada llena de fulgor, esa maravilla en la que sus preocupaciones, su dolor y su angustia, se desvanecian como canciones en el viento y como la inmundicia al ser lustrada.

Las lágrimas desbordaban por su rostro, bajaban con premura, al igual que la lluvia cae a cántaros, sus manos se hallaban en su pecho, como queriendo librarse de la presión y aflicción que se posaba en ella, esas punzadas que con cada palpitar solo le causaban desconsuelo. Entre respiraciones entrecortadas y sollozos silenciosos que emanaban de sus labios, mantenía sus ojos cerrados, y solo una pregunta rondaba su mente

¿Por qué me duele tanto? —se preguntó en las profundidades de su psiquis.

Quería descubrir la razón de su estado anímico, quería que le quitaran esa pesadumbre que se posaba en ella, era parecido a un reclamo acerca del porqué sentía que pertenecía a otro lado. Tal vez, su corazón era muy vehemente. Tal vez, el ímpetu exudaba de sus sentimientos. Tal vez, estaba entregando todo a algo que no era verdadero.

Y ciertamente no lo era, no existía, solo era una ilusión.

Una voz no muy lejana, pero tan poco tan cercana, le murmuraba la respuesta a su interrogante, era muy sencilla, pero era costosa al aceptarla, pues, aquellas palabras que no queremos oír, son nuestra tortura al momento de escucharlas.

Porque tu sentimiento es real —le decía.

Cada sílaba la lastimaba y ella se estremecía.

Toda esa sensación, se asimilaba a una daga clavada en el pecho, tan gélida, tan híspida, tan filosa, tan vacía, no había un punto de comparación más correcto que ese, en ella permanecía un hoyo que no lograba llenar con la realidad de su día a día.

Quítamelo, quítame esto que estoy sintiendo. Ya no lo quiero —suplicó en susurros con su voz en un hilo, mientras que sus manos seguían intactas en el mismo lugar de antes.

No sabría decirles con exactitud, cuanto tiempo lloró, ni mucho menos cuanto rogó por arrancarse la razón de su llanto, ya que, en ese instante, ella era impredeciblemente vulnerable, cualquiera que la viera, se quedaría estupefacto ante tal imagen, siendo tan frágil y devota, siendo una amante con cristales en sus orbes bajo la oscuridad de una habitación que era iluminada solo por la lúgubre noche y con un rayo de la luna que se colaba.

Era curioso como alguien que a la vista de todos se presenciaba como una persona impasible, un poco árida y tal vez distante, ahora se le observaba, bajo la luz de las estrellas, con nada más que sensibilidad y pesar.
 

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