Capítulo 2.

337 65 110
                                    

— ¡Ya te he dicho que sólo fui a tomar un poco de aire fresco!—anuncia Brenda por enésima vez.

—Por el amor de Dios, ¡sólo te pedí que vigilaras mi teléfono!—exclamo caminando de un lado a otro en mi habitación.

—Noah, tardaste siglos en el baño—exagera haciendo un ademán que muestra su cólera para luego continuar—: además, ni siquiera lo han robado. Mírate, lo tienes en tus propias manos.

Al escucharla, le miro con ojos cargados de exasperación y me permito en lanzarle el almohadón de mi antiguo sofá.

—Sé que no lo han robado pero claramente alguien—acentúo esta última palabra—, ha tomado mi teléfono sin antes consultarme y ya me has dicho que tú no has sido.

Brenda no ha parado de negarse rotundamente y realmente estoy a punto de perder el juicio. Aún mis sentidos no logran comprender cómo el número del chico de ojos esmeraldas llegó hasta mí y sólo se ha empezado a construir en mi cerebro un rompecabezas con un montón de piezas faltantes.

Por unos instantes me permití sumergirme en el mar de escenarios que se concentraron en mi cabeza, pero los mismos fueron borrados en nanosegundos. La resolución cayó en mí como un balde de agua helada luego de unos minutos de reflexión en el auto de Raymond…

Mi teléfono celular tiene patrones de bloqueo. Una contraseña que sólo yo —y nadie más— sabe.

Por ello, estoy tan confundida y al mismo tiempo tan ilusionada. Desde ese entonces, no se ha alejado de mí el centenar de sensaciones arremolinadas en mi pecho. Se siente como el más poderoso de los huracanes. Estruja tanto en mí que es posible sentirlo con sólo estar cerca; me aterra que alguien lo note.

Ese día—ese chico— sólo me ha traído noches sin poder conciliar el sueño. Noches de meditación sin fin llevándome al piélago de la locura.

— ¿Estás aquí, Noah? —Brenda me saca de mi trance. Me esfuerzo en desechar todo vestigio de esperanza pero no lo consigo. Esa esperanza que se ha depositado en mí desde que le vi a él, al chico de postura desgarbada y prepotente.

—No, estoy en Saturno Bren—suelto con sarcasmo mientras me dirijo hacia uno de los rincones que he nombrado como —espacio de arte—  para tomar algunos cuadros de pintura.

Ella sólo se limita a girarme los ojos tomando así sus pertenencias, haciendo acopio de mis acciones.

—Te esperaré en el auto, no tardes—dice sin esperar respuesta de mi parte.

Escucho un portazo asegurándome así que ha salido de mi habitación, la cual —desde hace un tiempo—, considero como un refugio.

Trato de mantenerme enfocada en la tarea que me he impuesto estos últimos tres días, pero no lo consigo. Intento borrar de mi sistema los acontecimientos de aquella reunión, y de tener mi mente ocupada en las buenas ventas del Rizzoli [1], asimismo en los cuadros que tengo pendientes por entregar en la universidad.

Ya ha pasado una semana y en realidad no me he atrevido a enviarle siquiera un mensaje. Su número está intacto en mi teléfono debido a mis altas inseguridades.

Pero las incógnitas no han parado de surgir en mí.

«¿Qué sí sólo es una mala jugada?» «¿Qué sí fue alguien más?»

Millones de preguntas me han invadido y esto claramente hace que evite contactarle.

No quiero que me hieran, no una vez más. Ya estoy cansada de ser el blanco débil, de ser el centro donde todos pueden lanzar un dardo y autocomplacerse a sí mismos.

Inesperado Amor ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora