Ella

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Era una noche lluviosa. La tormenta aún no llegaba a la ciudad, pero ya lo había hecho en mi vida. Incluso ya la había arruinado.

Los policías me encontraron a un lado de la carretera, sobre la grama, abrazada a ella y completamente empapada. No dijeron nada; se encargaron de despejar la zona de cualquier intruso para comenzar con la investigación. Luego de haberlo hecho, se me acercaron: me pidieron que me alejara de ella. ¿Cómo podría? Una vez que la dejara ir, no volvería a tenerla de vuelta. La perdería para siempre.

Así que se vieron forzados a separarnos. No lloré ni grité, menos opuse resistencia; sabía que era una batalla perdida. Me trasladaron a una ambulancia, donde chequearon mi pulso y algunas partes de mi cuerpo, asegurándose que no tuviera ningún golpe o contractura. Se dieron cuenta que no tenía nada serio salvo uno rasguños en las rodillas, y concluyeron que me encontraba en shock. Pues claro que lo estaba, ella se llevó todo el golpe. Todo el dolor por el que yo debí pasar.

Unas hojas resbalaron por mi cabello y cayeron en mi regazo. Una vez, mi madre me contó un rumor sobre las hojas; que ellas escuchaban y sentían los deseos más profundos del corazón, que, al pasar por su lado, con un solo roce, ellas percibían todo de ti, más tu nada de ellas. Y así, en un espionaje desapercibido, viajaban por el aire, hasta caer sobre la persona que más apreciabas. Me sentí una estúpida al preguntarme quién me deseaba tanto para que unas hojas llegaran hasta mí. Las aplasté lo más fuerte posible y las tiré lejos de mí.

Cerré los ojos y suspiré. Me negaba a llorar frente a esta gente extraña que rodeaba la ambulancia, a ellos no les importaba como me encontraba en el interior, solo se enfocaban en el exterior, como mis rasguños. Lidiaban con esto todos los días, habían aprendido a ser indiferentes a los sentimientos de los demás. Por ello yo no me permitía llorar; no ahora, al menos.

Me di cuenta que había perdido una zapatilla y maldije por lo bajo. Solo yo podría perder algo y no darme cuenta en el momento. Salí de la ambulancia, regresando a donde me encontraron, cuando vi a un grupo de policías salir de allí. Eran tres, y entre ellos cargaban a alguien. Era ella. Quien solo minutos antes me había hecho reír tanto a carcajadas que me había tropezado y caído a la grama. Su rostro fue tan inocente y chispeante de alegría, y tan asustados en el pasar de un segundo.

Y ahora, no volvería a ver ninguna de esas expresiones. Se habían ido para siempre.

Todo empezó con una muerte.

No fui yo, fue ella.

Y lo que siguió después.

Las mil crisis de Leonor BoffDonde viven las historias. Descúbrelo ahora