introducción.

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Japón.
Febrero, 2001.

Si hay algo que a Akaashi Keiji le encantaba, era pasearse por la casa de sus abuelos cuando los adultos estaban en cualquier otro lado y no le prestaban mucha atención. No es que sea un niño que no sepa comportarse bien, es más bien tranquilo y obediente, pero le gustaba encontrar cosas que le sacaran el aburrimiento cuando no había nada más para hacer.

La mayoría del tiempo terminaba en el pequeño estudio de su abuela, donde pinta junto a ella como un hobbie y también donde puede encontrar libros para matar el tiempo. Algunos eran libros muy difíciles de seguir porque, a sus cortos seis años, no entendía muy bien todavía algunas palabras, se le dificultaba bastante si no tenía a algún adulto cerca que le explicara los significados, pero si no tomaba esos libros, sabía que estaría bien.

Como siempre, la puerta estaba abierta, facilitándole la entrada. Su mirada comenzó a viajar entre los anaqueles de la pequeña estantería que contenía libros con cuentos, para colorear y algunos cuadernos para dibujar. Sin embargo, ninguno le llamó la suficiente atención, por lo que terminó caminando hasta donde su abuela dejaba los libros que ella leía todo el tiempo.
Entre aquellos estantes, en un rincón casi a la altura de Keiji, había algo en especial que parecía brillar intensamente frente a él.

Creyó que era un libro en el momento que lo tuvo entre sus manos, pero rápidamente se dio cuenta de que era un cuaderno escrito nada más y nada menos que por su abuelo, ya que justo en la primera página ponía su nombre. Al ir pasando las páginas, su ceño se frunció y giró un poco la cabeza en señal de confusión.

¿No había entendido algo en específico? ¡Pues claro!

Las cosas que estaban escritas, al menos en las primeras páginas, eran nombres. Parecían ir de a dos, aunque eso no quitaba lo confuso que era para él leer todo aquello.

Los nombres parecían estar subrayados con distintos colores pero no llegaba a descifrar de qué se trataba. Rojo, verde y azul. Cada uno significaba algo distinto y lo sabía, pero no entendía qué significaban.

— Vaya, parece que encontraste esa vieja cosa. — El cuaderno resbaló de sus manos y dio un pequeño brinco hacia atrás cuando escuchó la voz de su abuelo provenir desde el umbral de la puerta. La risa hizo que el pequeño niño se sintiera avergonzado. — No tiene nada de malo que lo veas, Keiji. Tarde o temprano tenía que contarte sobre esto, después de todo, tu también vas a hacer lo mismo, supongo.

— ¿Hacer qué?

Su abuelo sonrió. — Juntar almas gemelas, por supuesto.

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