Capítulo 3: Un chico de provincias

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He intentado pasar un poco de los picores, los sudores fríos y el constante moqueo que surge de mis napias, pero ahora no hay Dios que aguante esta mierda. El reloj del yonki se ha vuelto a poner en marcha, tic tac tic tac, los segundos pasan y estoy ansioso de detenerlos con heroína en vena.

Tengo el mono que se me sube por la chepa, ¿sabes, tío? Necesito un chute urgentemente, pero ando bastante corto de plata. De hecho, no me llega ni para medio gramo de maría. No puedo pedirle dinero prestado a Iosu, ya que está currando, y no me atrevo a robarle, por muy desesperado que esté. Iosu da miedo. Es un armario ropero vasco de casi dos metros, puro músculo, el jodído. Aún no estoy preparado para hacer el testamento ¿sabes, tío?

Quiero, necesito, dinero rápido, y se como conseguirlo.

Chorando.

Madrid es el paraíso de los manguis de poca monta, como yo, y de los que manejan el cotarro; hijos de puta de alto postín, fascistas trajeados, probablemente nietos de picoletos fanáticos del garrote vil.

De punta a punta, de Vallekas a Génova 13, siempre hay algún pirri espabilao haciendo de las suyas, porque siempre hay algo que mangar, y si no, que se lo pregunten a los pobres cabrones alemanes que van por el metro con la cartera a reventar de pasta en el bolsillo delantero de la mochila de Quechua. Aquí hay seis millones de habitantes, es la capital del reino, mucha gente, mucha movida, y eso es equivalente a poder ejercer la picaresca española de forma mucho más discreta y segura ¿sabes, tío?

No como en León. Ni metro ni hostias, y da gracias de tener autobuses. Vas por la calle y te topas con tu padre, tu colega, el carnicero e incluso con la vecina del quinto.
Es difícil no conocer a la gente de allí, probablemente seas familia, lejana o directa, de algún viandante aleatorio de la calle y ni siquiera lo sepas. Y eso es una putada a la hora de intentar mantener tu reputación social de drogadicto mangui lejos de tu dulce e inmaculada abuelita. Tarde o temprano se acabó enterando de mis movidas ¿sabes tío?
Casi le dio un telele cuando se enteró de las mierdas en las que estaba metido, a la pobrina de ella. Me venía llorando y suplicando que parase de "endrogarme". Mierda, aquella vez casi lloro yo también, ¿sabes tío? Todo me importa una mierda, pero mi abuelita es sagrada. Por eso la prometí que me iría a los Madriles a pillar algún curro chunguero y esclavista, por que en León no hay dónde caerse muerto, y alejarme así del mundo de la droga. Simplemente lo hice porque soy tan cobarde y gilipollas que no me atrevo a mirarle a los ojos de nuevo ¿sabes tío?

Y aquí me veis, listo para irme a robar en el metro con el monazo encima. Lo siento güela.

Me preparo y me piro lo más rápido posible que me permite mi magullado organismo. Siento los movimientos gástricos de mis entrañas, cosa pila jodida y desagradable. Voy a colapsar de un momento a otro. Salgo a la calle a duras penas y me quito la chaqueta, a pesar de que es octubre y rasca de cojones. Veo como las señoras empiezan a cambiarse de acera para estar lo más lejos posible del despojo humano que soy, y les comprendo, yo tampoco querría estar al lado de un tío jijas desgreñao como yo. Voy hecho un guirrio. Mis ojos llorosos y mi roja y moqueante nariz sugieren que estoy pasando un trancazo que flipas, cosa que no es cierta, sin embargo, no me voy a parar a explicarme a la señora que me dice que me ponga la mascarilla que estoy pasando por la abstinencia de los cojones. Con las prisas se me había olvidado completamente ponerme esa mierda en la cara. Sinceramente, todo esto del supuesto virus me la bufa como al que más, y normalmente me pongo la mascarilla solo porque no quiero liarme a hostias con las viejas y las madres del AMPA, y mucho menos tener movida con la madera ¿sabes tío?

Me abrocho el chaquetón de Adidas, me subo el cuello de esta lo suficiente para que me cubra las napias y decido seguir andando.

Al cabo de un rato, me encuentro en la Tierra Prometida; Puente de Vallecas. Me escabullo cual cucaracha entre la marabunta y entro en un metro. El olor de la clase obrera aturde mi débil olfato. Currantes, oficinistas, estudiantes, mendigos de todos los colores y apariencia me impide encontrar a mi víctima perfecta: un pequeñoburgués emprendedor.

El espíritu de EloyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora