capitulo II

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Pero, ¿realmente había una solución para ésta sequía?, ¿acaso no solo era una simple coincidencia que el mismo año que el árbol del pueblo se secó, haya habido la tan temida sequía?, y, además ¿que tenía que ver el zorro plateado en toda ésta extraña historia, si en Hatúncar ni sus alrededores, era el hábitat natural de ésta especie de animales?.

La simple y pura lógica nos diría como la más acertada respuesta que todo era una infeliz coincidencia, una unión de factores exógenos que arrojan éste trágico resultado, nada más.

Sin embargo, las mismas preguntas se volvían recurrentes en los pobladores de Hatúncar cuando, año tras año, la sequía persistía en esa zona de una manera inexorable, era como si se habría instalado éste fenómeno natural para no irse nunca de aquel lugar. Las escasas venidas de agua en el periodo de abundancia eran tan ínfimas que, a duras penas alcanzaba para regar unas cuantas plantaciones de pan llevar, cuya exigua producción -si de alguna forma había que denominarlo-, sólo alcanzaba para el mínimo sostenimiento de los habitantes de aquél golpeado pueblo.

De aquel otrora pintoresco pueblo, sólo quedaba la desesperanza asentada cada año con la constatación de una nueva sequía. Algunos pobladores, sin poder resistir la cada vez tan dramática situación, empezaron a migrar a otros lugares. Y los habitantes que se quedaban, figurativamente formaban parte de un cortejo fúnebre camino al cementerio. No había otro destino para los habitantes de aquel lugar que la desesperanza.

Algunos de sus habitantes, al parecer presas de la desesperación, trataron de encontrar otro tipo de solución a ésta situación: ¿Y si ese zorro era el responsable de traer la desgracia a éste pueblo?, se preguntaban. Porque, se decían, desde que vino ese zorro, el árbol se secó, los pozos se secaron y los ríos también, "el zorro es el culpable", decían. Pero nadie se atrevía se hacer algo al respecto.

Hasta que un día, a sabiendas que esa noche iba a haber luna llena, don Epifanio, un poblador de Hatúncar, secretamente tramó dar muerte ese misma noche al maldecido animal; por lo que esperó silente a que todos los miembros de su familia se vayan a descansar para, de manera sigilosa, levantarse de la cama, arreglarse y coger su escopeta de dos cañones heredada de su finado padre, don Manuel, premunido para tal fin de diez cartuchos como munición y así, dirigirse a la colina donde se encontraba el mítico árbol, y al llegar a ésta, esperar agazapado en un lugar donde tenga buena visibilidad, quede en una distancia adecuada para asestar en el primer tiro, pero a la vez oculto para su presa, escogiendo como perfecto para dicho fin, un arbusto ubicado a unos sesenta metros del árbol seco donde, agazapado, quedó a la espera de que sean las doce de la noche, y se cumpla la costumbre que llegue el temible zorro y darle muerte, esperando que con ello por lo menos la sequía se vaya de una vez por todas de ese lugar.

No tardó en esperar mucho tiempo en su escondite para darse cuenta como de manera puntual, cuando los relojes marcaban exactamente las doce la noche, ver la silueta del zorro dirigirse en paso ágil justo debajo del árbol seco y proceder a dar su lastimero aullido; don Epifanio, como se había dicho, ubicado estratégicamente a unos sesenta metros de aquel lugar, preparó el arma el arma, tratando de hacer el menor ruido posible, confiado en su conocida buena puntería que le hizo merecedor justamente de esa arma como herencia, toda vez que le ganó en ésa destreza a su hermano mayor, don Manuel, de igual nombre que el de su fallecido padre, que le valió la promesa de éste último en heredarla a la muerte de éste; es así que apuntó lentamente hacia el animal, quien sin percatarse de lo que le iba a ocurrir, casi sin moverse continuaba aullando sin cesar, dando un blanco perfecto para el cazador, quien apuntando a su cuerpo, afinó el pulso, y, disparó, apretando ambos gatillos a la vez, a fin de hacer más letal el disparo.

Un ruido ensordecedor, como de un trueno, se apoderó de aquel lugar, la explosión de aquel disparo hizo eco retumbando en los cerros aledaños. Por su parte, don Epifanio sonreía, sabedor que había dado de lleno en el blanco. Pero, luego de pasado el estruendo, para su sorpresa el zorro seguía parado allí, impávido, tan es así que al parecer el único efecto que tuvo semejante acción sobre éste animal, era que deje de aullar y, también, proceder a mirar el lugar de donde procedía el disparo, es decir, al lugar donde se encontraba escondido don Epifanio.

El árbol secoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora