4._Raíces.

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Cuando baje al valle, Zamasu apareció acostado en el tronco de un árbol que pasaba sobre un manantial, donde me incline a beber un poco de agua. Él aprovecho para hacer una pregunta que me llamó mucho la atención:

-¿Cómo te llamas?

Lo miré un poco confundida. Mi nombre no la había pronunciado ni yo, en más de diez años. Hasta había olvidado como se oía. Hasta había olvidado cuál era. Tarde bastante en recordarlo y cuando lo hice...

-Eso no importa- dije cansada- A estás alturas, mi nombre no tiene valor. Todos los que hicieron de mi nombre algo único y especial han muerto.

-Tienes razón- admitió con cierto placer y se sentó sobre el tronco- Cuando hayas muerto no tendrás ni una lápida. No habrá para ti otra cosa que el polvo estéril que sopla en viento- señaló como si hubiera intentado insultarme.

-Amen- exclamé con solemnidad y al llenar mi mochila, me marche otra vez.

Cuando regrese, después de seis meses, soplaba un viento suave que barria el suelo y me cubría las ropas. Volvía con las manos vacías y respirando con dificultad. Tuve que buscar refugio entre las grandes piedras del camino para humedecer mis ojos y fosas nasales. Fue allí que oi algo inverosímil: el llanto de un bebé. Al principio lo pensé otra alucinación, de esas que tenía producto de las toxinas en el aire. Había enfermado otra vez por exponerme al desierto. Pero no. No era una alucinación. El llanto provenía de no lejos de mi ubicación y salí para encontrar la fuente. En una pequeña caverna, casi cubierta de tierra, estaban dos niños pequeños. Una niña de unos cinco años y un niño de unos tres. Entre ellos permanecía el cuerpo de una mujer tumbado boca arriba, con el pecho descubierto. De uno de sus senos se alimentaba un bebé de unos meses. La mujer estaba muerta. Llevaba así unos dos días. Y durante todo ese tiempo su leche alimento al bebé y a los niños.

Que escenario tan estremecedor y que profundo deseo de vivir palpe en esos niños, que caí sobre mis rodillas y llore. Tal vez estaba exagerando. Tal vez solo estaba sucumbiendo a la mano de la muerte que avanzaba hacia mi hombro, mas no puede evitar conmoverme por esa escanea. El valle estaba todavía muy lejos, pero llevaría ahí a los niños. Al varón lo ate a mi espalda, a la niña la tome de la mano y al bebé lo colgué en una suerte de hamaca en mi pecho.

Fue una marcha penosa a través del viento polvoso. Ese tipo de eventos tardaban días en acabar y estoy segura, esos niños, no hubieran resistido ahí más tiempo. El problema era el calor infernal del abrasador sol que calentaba incluso a través de la cortina de tierra. Después de unas horas, la niña comenzó a sucumbir al cansancio y tuve que cargarla, pese a que yo también estaba al límite de mis fuerzas. Pero solo tenía que hacer un esfuerzo más. Solo uno más. Conseguí salir de la tormenta a duras penas. Delante de mi había un páramo, pero había sorteado esa tierra muerta y golpeada por el sol decenas de veces.

Los niños no hablaban mucho. Me seguían porque en una mujer adulta veían protección. Les compartí mi poca comida. En cuatro días podríamos llegar al bosque. Ellos podían aguantar, pero el bebé era otra historia. No había tiempo que perder así que los anime a caminar largas jornadas. Aunque gran parte del camino los lleve a cuestas a los tres. Cantaba con alegría pese a que mi pecho se apretaba y a ratos escupía sangre. No me quedaba mucho.

"Partirá la nave partirá...
Dónde llegará, eso no lo sé.
Será como el arca de Noé
El perro, el gato, tú y yo"

-¿Quién te enseño esa canción?- me preguntó la pequeña el segundo día de caminata.

-Nadie. La oía en casa de mis abuelos- le contesté- ¿Cantamos juntas?- le consulte y solo movió la cabeza para decirme que no, con un poco de vergüenza.

El dios y yo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora