00| Introducción

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Oliver Wilson

Bajo del auto, escuchando como en el asiento de atrás una de las puertas es cerrada con brusquedad. Miro el camino que siguen las pisadas de mi pequeña hermana Anna, no obstante el agarre que ejerce la mano de mi madre sobre mi antebrazo me lo impide.

—Déjala, cariño, ya se le pasará —sonríe, o al menos lo intenta.

Miro sus ojos hermosos ojos avellana, lucen agotados y se encuentran cristalizados debido a las lágrimas que se obliga a retener.

—Pero, mamá... —sus ojos me miran en una súplica silenciosa—. De acuerdo —acepto, aunque no muy convencido.

Me acerco a Alex, mi otro hermano, y le ayudo a bajar las cajas del portaequipajes. Salimos del interior de la cochera de la nueva casa en donde ahora vamos a vivir, y nos acercamos a la puerta principal, misma que se encuentra abierta de par en par. Alex ingresa primero, luego lo hago yo. Coloco la caja a un lado, en una esquina cualquiera, y voy a ayudar a los del camión de mudanzas a terminar de bajar todo del vehículo.

Intento no pensar en nada, pero con cada intento que hago lo único que consigo es hacer el rencor en mi pecho se acrecente.

Un pensamiento intrusivo me atraviesa la cabeza, y casi quisiera perforarme el cráneo por tener tal clase de pensamientos. Simplemente lo alejo e ignoro el hecho de que, una vez más por culpa de mi progenitor, nuestra familia se está viendo afectada.

Primero, las apuestas sin censura; y ahora, la infidelidad que mamá ya no pudo tolerar. Y digo ya porque no es la primera vez que hace lo mismo. Lo cual me lleva a pensar nuevamente en todo el caos que se originó de aquello. Lo peor de todo es que, al final, quien más sufre no somos nosotros ni mamá, sino Anna; era demasiado apegada a nuestro padre, por lo que la noticia le impactó todavía más de lo esperado.

—Oliver, cariño —llama mamá desde el porche. Asomo la cabeza—. ¿Podrías ser tan amable de llevar esto a la cocina?

—Claro.

Recibo las dos cajas que contienen las vajillas que me ofrece y las dejo sobre el mesón de la cocina teniendo cuidado de que no se rompan. Hago un examen rápido a cada esquina de la casa; todo se siente frío y vacío, pero correcto de alguna manera que no sé cómo podría explicar.

Regreso junto a mamá y le ayudo a entrar todas las cajas posibles mientras los de la mudanzas ingresan los muebles y demás artículos pesados. A causa de una caída hace un par de años, uno de los ligamentos en mi hombro derecho se desgarró, lo que me impide levantar más de cinco kilos de peso aún cuando la cirugía fue todo un éxito en su momento.

—Oliver —levanto la mirada, encontrándome con los ojos irritados de mi pequeña hermana. Muevo la cabeza en un gesto de que puede continuar con sus palabras—. ¿Podrías ayudarme un momento, por favor? —lo último lo susurra.

Me trago la sorpresa que me invade en el instante voy hasta donde está para luego seguir sus pasos a la que ahora será su habitación.

—¿En qué te puedo ayudar? —señala una plancha de stickers sobre la cama ya acomodada—. ¿Dónde quieres que las coloque?

—En el techo.

Sabía la respuesta, sin embargo me sienta mejor escucharla decirlo a ella misma.

—De acuerdo. ¿Quieres que las coloque todas? —asiente—. ¿Me indicas de qué manera? —vuelve a asentir.

Procedo con la tarea de ubicar según sus indicaciones las estrellas y lunas fosforescente en el techo y las pocas que quedan ella misma se encarga de adherirlas a la cabecera de la cama.

—Gracias.

—No es nada.

Salgo de inmediato para que el momento no se torne incómodo y continúo en mi tarea de ayudar a organizar todo lo que más puedo. El celular en el bolsillo de mis vaqueros vibra pero no me molesto en revisar, me basta con volver a sentir un par de veces más las vibraciones para saber de quién se trata.

Me trago un millar de suspiros antes de tomar la decisión, no de contestar, sino de responder a su insistencia con un mensaje de texto. La respuesta que obtengo en una nueva llamada entrante pero, de nuevo, no contesto. Coloco el teléfono en modo avión y prosigo con mi tarea de acomodar las cajas.

La noche cae en un santiamén y como era de esperarse, nuestra cena se reduce a comer pizzas con gaseosa en un ambiente bastante incómodo y silencioso. Me abstengo de hacer cualquier tipo de gesto y cuando hemos acabado me ofrezco a ser quien limpie. Son cerca de las doce de la noche cuando dejo caer mi cuerpo sobre la cama, ya ubicada en la que se convertirá en mi habitación de ahora en adelante; no tardo nada en quedarme dormido.

La Rompecorazones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora