El sueño de la Pitonisa

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Multimedia: arriba, el santuario de Delfos en su apogeo; abajo, santuario arcaico de Hera.

Temis, suma sacerdotisa del santuario de Gea en las estribaciones del monte Parnaso, contempló la salida de la diosa lunar por el este, en su fase más esplendorosa. Selene, madre y llena de luz, en uno o dos días comenzaría su periplo hacia la decadencia de la luna menguante. Entretanto, en un círculo perfecto, blanqueaba con sus rayos las inmensas moles de las Fedríades, los dos picos en cuya base dormitaba el santuario de otra diosa madre, la de muchos nombres, Hera, Rea, Gea y siempre el venerado de "Potnia", la Señora.

El espectáculo nocturno, con los montes gigantes iluminados, sobrecogía. Su silencio solo estaba roto por el casi inaudible murmullo del arroyuelo que, procedente del manantial de la fuente Castalia, a unos trescientos metros del santuario, bajaba hasta encontrar al rio Pleistos, en lo más hondo de la abismal barranca.

La sacerdotisa penetró en la pequeña capilla donde la sagrada imagen de madera representando a la Gran Madre de senos y caderas abultados, emblema de su fertilidad, reposaba en un trono con sus brazos apoyados sobre sendas figuras de leopardos, toscamente tallados. Acomodó las vestiduras del xoana y ajustó el hermoso collar de piedra verde pulida, arrancada de la gruta oracular. Luego tomó una lamparilla de aceite y acercó el pábilo al fuego de la antorcha que alumbraba el recinto, repitió la operación con otra luminaria y depositó las dos lamparitas encendidas al pie de la imagen.

Esta noche le correspondía a ella la primera guardia del santuario, mientras las demás jóvenes sacerdotisas disfrutaban del sueño en las viviendas aledañas. Temis salió de nuevo al porche bajo el corto techado sostenido por dos columnas de madera y se sentó en un rústico taburete de tres patas, apoyando su espalda cansadamente en el sencillo muro de adobe encalado, junto al dintel de la puerta.

En estos últimos tiempos, las noticias traídas por los peregrinos que venían a consultar el oráculo no eran muy tranquilizadoras. Había movimientos guerreros en muchas zonas de la región, príncipes y señores buscando establecerse y acotando sus territorios, imponiendo además,  nuevos dioses mientras relegaban a los antiguos. Estos pensamientos agobiantes la llevaron a echar otra mirada a su amada diosa a través de la puerta abierta. ¿Qué depararían los Hados en el futuro a su querido santuario?

La Pitonisa inspiró profundamente el aire de la noche. Al día siguiente les esperaba un día fatigoso, pensó. Subir hasta el centro oracular de Coricia en procesión llevaba, normalmente, dos horas y media o tres, pero el traslado a la gruta era inevitable. Toda iniciación de una nueva pitonisa debía hacerse en la cueva sagrada, donde la presencia de Gea era más palpable e inquietante. Y para ella había llegado el tiempo: tenía ya veinticinco años y sentía sus deberes para con la Gran Madre bien cumplidos. Ahora le correspondía a una nueva Pitonisa ejercer el don de la profecía. Una joven pura e inocente de quince primaveras, como su pupila Febe, quien no sabía aún de los oscuros apartamientos en el bosque de laureles, donde otras de sus compañeras, con el regocijo de la diosa de anchas caderas, ofrecían sus encantos a algún excitado pastor. Siempre había alguno acechando entre la floresta de laureles que rodeaba el fresco remanso de la fuente Castalia, en cuyas aguas todas las jóvenes del colegio sacerdotal se bañaban desnudas con frecuencia.

Negros nubarrones comenzaron a cubrir lentamente la luz de Selene y la oscuridad se dejó caer sobre el valle y la montaña. El cansancio volvió a hacer mella en la conciencia de la Suma Sacerdotisa y apoyando su cabeza en el muro, cerró los ojos sin poder evitar que su alma volase junto a Morfeo. Y entonces la Pitonisa tuvo un sueño.

Soñó que toda la ladera donde se asentaba la aldea, a unos quinientos metros del santuario, se tornaba monumental, cubierta de hermosísimos templetes de piedra y pedestales que soportaban bellas estatuas marmóreas haciendo palidecer a los toscos xoanas de madera de roble a los cuales estaban acostumbrados. Infinidad de tesoros y ofrendas se acumulaban en el interior de esas decoradas capillas, ríos de oro convertidos en artísticos objetos como escudos grabados, armas, vasijas exquisitas, trípodes o incensarios.

Apolo y DafneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora