La huida

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Hacia las dos de la tarde, y bajo un cielo que empezaba a nublarse, la triste comitiva de las iniciadas se puso en marcha, encabezada por Eumenes y protegida en la retaguardia por Parrasio. Se marchaban con la inquietud en el alma por todos los que dejaban atrás, especialmente su querida Pitonisa, Temis, pregúntándose angustiadas, qué sería de ella.

Siguiendo un estrecho sendero hacia el norte, fueron bajando la pendiente hasta llegar al valle después de una media hora. Caminaban aprisa, azuzados por el paso nervioso de Eumenes, pues no eran momentos para deleitarse con el aroma de los pinos que flanqueaban las trochas o la visión fugaz de un corzo o alguna cabra salvaje.

Cruzar el valle en dirección norte les llevó casi una hora, al cabo de la cual se tomaron un breve respiro antes de enfrentar una de las estribaciones occidentales del monte Parnaso. Agláe se encargaba de infundir ánimos, sobre todo a Febe, pues la joven pitonisa sería perseguida con más ahínco y temía por ella.

El terreno se volvía cada vez más abrupto y la vegetación, en las cumbres, se adensaba, haciendo los senderos más angostos y difíciles de atravesar. Solo gracias al excelente conocimiento de aquellas montañas por parte de Eumenes lograban avanzar con cierta rapidez y así, llegaron a media tarde a las fuentes del Cefiso, donde pudieron refrescarse y descansar sus pies molidos. Los blancos vestidos, propios para un festejo, tampoco eran los más adecuados para atravesar aquellas sierras, apareciendo polvorientos y desgarrados.

Después de subir a una altura para avizorar el horizonte que habían dejado atrás. Parrasio descendió a la hondonada ribereña donde descansaba el grupo.

—Nos persiguen —dijo, con voz lo más calmada posible, para no alarmar a sus protegidas—. Era de esperar, he visto el resplandor de sus escudos y yelmos desplazándose hacia aquí. Deben estar como a unas tres horas, y eso quiere decir que llegarán al río cuando caiga la noche.

—Entonces pernoctarán en este mismo sitio —aseguró Eumenes—. No se atreverán a caminar en la oscuridad, arriesgándose a  despeñarse...Pero nosotros, para entonces, ya estaremos en Lilea. Conozco una gruta en las afueras de esa aldea donde podremos pasar la noche.

Fatigosamente, se pusieron todas en pie de nuevo. Debían aprovechar las horas de luz e intentar llegar a Lilea antes de anochecer. Fue un trayecto agotador a través de cárcavas, empinadas laderas y barrancas peligrosas. Caían ya las primeras sombras cuando divisaron las casuchas de la aldea, al pie de la amplia llanura regada por el Cefiso y sus afluentes.

La cueva señalada por Eumenes no era muy profunda, pero sí lo bastante como para darles acogida sin revelar señal alguna de las fugitivas a cualquiera que rondase por los alrededores. Extremadamente cansadas, las sacerdotisas tomaron algo de carne asada ya fría, restos de la celebración, y un poco de pan de cebada, durmiéndose a continuación sobre una alfombra de ramas de pino que los abnegados Eumenes y Parrasio recogieron para ellas.

Al mismo tiempo, las tropas de Apolonio y Dakeru llegaban a las fuentes del Cefiso, igualmente extenuadas por la apresurada marcha y el peso del equipo. Apolonio quería seguir avanzando algún tiempo más, pero Dakeru, aconsejado por el guía aldeano, se opuso con rotundidad. El lawagetas no las tenía todas consigo. Dudaba del resultado de aquella expedición y temía lo que pudiese opinar Criso sobre poner en riesgo una parte importante del ejército, un centenar de hombres, desviándose tan lejos por la obstinación del sacerdote.

En el lugar existían unos apriscos para el ganado y algunas edificaciones semiderruidas y abandonadas. Los soldados se acomodaron allí lo mejor que pudieron mientras Dakeru y Apolonio conferenciaban.

—Según nuestro guía —dijo Dakeru—, deben estar haciendo noche en Lilea. Por Zeus, ¿realmente crees necesario ir hasta Tempe tras un racimo de muchachitas, Apolonio?

Apolo y DafneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora