Ecos del sepulcro

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Cosas que recuerdo de nuestra llegada a Egipto: el caos de ruidos y olores intensos de las calles; el viento trayendo arena de los rincones más recónditos del desierto; el hospedaje de mala muerte, donde Marco y yo juntamos las dos camas que nos asignaron, para recostarnos uno junto al otro mientras pensábamos en nuestro siguiente paso.

—Espero que no estés pensando en entrar a la cripta prohibida mañana —me dijo Marco, con los ojos entrecerrados.

Sonreí, entretenido por su tono de reproche. Desde que nuestro guía había mencionado la existencia de un supuesto sepulcro maldito, redescubierto poco tiempo atrás, no podía quitarme sus palabras de la cabeza. Habíamos quedado en ir a visitar las ruinas cercanas a esa tumba, pero entrar a ella estaba prohibido.

—No puede decirnos eso y esperar que no nos interesemos. Si ni los saqueadores se atreven a entrar al lugar, seguro que está lleno de tesoros.

—Pero no son nuestros tesoros.

Marco se quedó dormido poco después, sus labios entreabiertos y su pelo agitado por el aire del ventilador, que no hacía más que revolver el calor infernal. Su cámara de fotos descansaba en la mesita junto a la cama. Encerradas en el rollo estaban las imágenes de nuestro viaje por África, en el que habíamos recorrido ciudades modernas y pueblos olvidados en busca de historias míticas.

La leyenda de la tumba prohibida, sin embargo, me había cautivado como ninguna otra. Hablaba de un sacerdote de las artes oscuras que había experimentado con magia prohibida, a quien sus discípulos habían enterrado junto a sus artefactos en una cripta subterránea, muchos siglos atrás. Soñé con eso esa noche, incluso: con sus alumnos preparando con diligencia su cuerpo para su viaje al más allá, y dejando en las paredes mensajes que advertían acerca de no perturbar el reposo de su maestro.

Cosas que recuerdo de la mañana antes de partir a las ruinas: el aroma a especias colándose por la ventana de nuestra habitación; la piel sudorosa de Marco hundiéndose bajo la presión de mis manos contra su cuerpo; el sabor a café de cardamomo que quedó impregnado en su boca luego del desayuno. Si me concentro lo suficiente, es como volver a probarlo. No hay nada que desee más que eso.

Afuera, el guía nos esperaba con los camellos y todo listo para emprender la marcha. Repitió sus advertencias, una vez más, como si el dinero que yo había pagado no fuera suficiente prueba de mi testarudez.

El sitio en cuestión estaba vacío cuando llegamos. Eran difícil conseguir un guía que aceptara llevar clientes hasta allí. El nuestro hizo una última advertencia y se quedó junto a los camellos en la frontera entre el desierto y las ruinas mientras Marco y yo recorríamos el lugar, él con su cámara y yo tomando notas en mi libreta.

Así fue que me tropecé con un desnivel que llevaba hacia un túnel subterráneo. Parecía ser el lugar que el guía había descrito y culminaba en un hueco tapado con maderas, que tenía un cartel que prohibía el paso por peligro de derrumbe.

Me acerqué a la entrada y tanteé la barrera, que resultó ser bastante débil. Con poco esfuerzo retiré un par de tablas, lo suficiente como para abrir un espacio que me permitiera entrar al túnel.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Marco a mis espaldas.

—Quiero dar un vistazo —respondí, convencido de que si aquel lugar fuera tan peligroso, habría sido sellado con más cuidado por parte de las autoridades.

—Dice que hay peligro de derrumbe. Incluso si no hay una maldición, no quiero morir aplastado.

—No hace falta que vengas conmigo.

Pero por supuesto que vino, como siempre. No era la primera vez que me metía en un lugar prohibido. ¿Cómo iba a saber que esta sería distinta de las otras?

Ecos del sepulcro (relato corto)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora