• 𝐂𝐚𝐩í𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐗𝐈𝐈𝐈 - 𝙴𝚗𝚝𝚛𝚎 𝚘𝚝𝚛𝚘𝚜 𝚌𝚛í𝚖𝚎𝚗𝚎𝚜

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—Digamos que entiendo tu plan — dijo mientras hojeaba el álbum de fotografías que tenía en frente —

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—Digamos que entiendo tu plan — dijo mientras hojeaba el álbum de fotografías que tenía en frente —. Lo que no entiendo es para qué me traes estos impresionantes organismos si no vas a usarlos en tu propósito.

—No espero que lo entiendas —respondió el visitante —. No quiero tu ayuda para mi plan, no de la forma que imaginas.

La fantasía distópica del excéntrico hombre de gafas oscuras le sonaba a Komarov bastante descabellada, casi se arrepentía de haberlo recibido aquella tarde. Había explicado que planeaba crear un virus que sería capaz de cernir las mentes débiles de las fuertes, los seres humanos superiores de los inferiores. La idea parecía clara y hasta sonaba coherente, pero era desesperada y enfermiza, como cualquier distopía de dominación imaginada por cualquier villano.

—¿Entonces? —inquirió el ruso confundido —. ¿No vienes a pedirme que le diga a mi hija que te ayude a desarrollar tu virus? Podría hacerlo, como un favor especial para un amigo y proveedor.

El hombre se levantó, caminó hasta la ventana de la oficina y se paró delante de esta para contemplar el exterior. Se sujetó las manos detrás de la espalda y permaneció en silencio.

Adrik se cansó de esperar en la intriga.

—¿Qué es lo que quieres de mí, Albert? Sabes que soy solo un simple comerciante —le habló.

El tipo lo miró por sobre el hombro y empezó a explicar, sin abandonar su posición frente al ventanal.

—Sé que intentaste ganarte el respeto de Spencer por décadas, que no abandonaste la esperanza de que te incluyera en su selecto grupo de investigadores algún día, pero nunca lo lograste. Y por eso, supongo, construiste esta tienda de juguetes de la que tan orgulloso te sientes. Imagino que es la manera en la que compensas tu mediocridad —lo insultó acomodándose las gafas.

—Hará falta más que eso para ofenderme. Inténtalo, un hombre de tus capacidades seguro puede ser más elocuente —respondió Adrik.

Su amigo rechistó y luego continuó exponiendo con frialdad.

—Verás, el viejo prefirió que lo matara antes de decirme lo que necesito saber.

Komarov levantó una ceja y se reclinó en el espaldar de su silla.

—¿Y vienes a mí buscando respuestas? —se cruzó de brazos —. ¿Por qué las tendría? ¿Y por qué te las daría si las tuviera? —lo cuestionó.

—Porque de algún modo las ratas de tu calaña siempre están enteradas de todo, aun si no entienden el poder del conocimiento que poseen. Como bien has dicho, no eres más que un miserable negociante. No te lo tomes personal, es la realidad que te corresponde después de todo. Yo he venido simplemente a proponerte un intercambio —hizo una pausa —. Te daré los parásitos, puedes regalárselos a tu talentosa hija, estoy seguro de que le gustará jugar con ellos; o haz lo que mejor te parezca, no me importa. A cambio, quiero que me digas de dónde sacó Spencer el virus progenitor.

𝚂í𝚗𝚍𝚛𝚘𝚖𝚎 𝚁𝚎𝚍𝚏𝚒𝚎𝚕𝚍 - 𝙿𝚊𝚛𝚝𝚎 𝟷, 𝚅𝚊𝚌𝚞𝚗𝚊Donde viven las historias. Descúbrelo ahora