El Padre había encargado a los hermanos jardineros que recolectaran el polvo oscuro y muchos se sentían entusiasmados por la tarea. Yo, bueno, yo iba de aquí a allá por el risco siempre que estaba desocupado. Me había exiliado a mí mismo, otra vez. No del todo porque tenía que cumplir con mi tarea y obedecer a El Padre. Él no entendía mi proceder, y yo no esperaba que lo hiciera.
El silencio se me hacía incómodo, casi insoportable. Luego de salir del líquido dorado por segunda vez supe que podía callar todas las voces; en un principio me pareció saborear la auténtica felicidad, pero con el transcurso del tiempo esa ilusión se mostró cómo era en realidad: soledad.
El Padre me había nombrado Lucifer, el que lleva la luz. Había callado la voz de El Padre al final. Tenía planeado únicamente mantener conversaciones con él hasta que me comentó que tenía planeado para mí ser la guía del Hombre, ser su luz. Lo acallé inmediatamente y ahora no había nada más que silencio en mi interior.
Levanté una mano y a regañadientes admití que yo era el portador de la luz. Brillaba tanto que me hería los ojos. Me fastidiaba mi propia existencia. Antes pasaba horas admirando el perfecto y bellísimo fulgor que desprendía mi ser, porque podía admirar mi cuerpo y no sólo la luz. Era una auténtica belleza, y ahora, podían utilizarme para alumbrar por completo las cuevas de donde sacaban enormes cantidades del polvo ese.
Alguien me tocó el hombro y me sorprendí porque nada había anunciado la llegada de un hermano. Me giré y cerró un poco los ojos. Mi luz se reflejaba en su cuerpo y entendí que le hería igual que me hería a mí. Me tendió una mano y la tomé. Esperaba un contacto cálido y cercano, pero sólo la encontré fría. Y luego la soltó, asustado. Le fruncí el ceño con desconcierto. Apretó los labios y accedí a escuchar su voz.
-Hermano, tu mano quema.
-Oh.
Y luego callé su voz. Mi luz no sólo hería a la vista, también irritaba el cuerpo de los demás. Me tapé más con la túnica oscura que ahora cargaba a todos lados. Incluso me cubrí la cabeza con ésta. Me echó una última mirada y me hizo una seña con la mano para que le siguiera. Y así lo hice.
Por alguna razón desconocida no podía seguirles el ritmo a los demás. Tal vez fuera la pesada túnica que cargaba, o fuera que mi luz desgastara mi cuerpo y me volviera débil. Y ellos no podían ayudarme porque mi toque quemaba. Avancé con la vista desenfocada en la espalda del hermano jardinero siguiendo la pendiente. Tropecé varias veces y me caí unas cuantas más. El hermano sólo esperaba que me levantara con cara de preocupación para continuar caminando. Cuando creía que ya desfallecía me tocaron otra vez el hombro y abrí los ojos. La visión me pareció desconcertante: estaba arrodillado. No supe cuándo comencé a avanzar de esa manera ni cuánto lo hice y me sentí muy avergonzado de mi propia debilidad. Levanté mi cuerpo resoplando con cansancio y apoyé mi mano contra la pared de la cueva para mantenerme en pie. Me volvieron a tocar el hombro y me sacudí la mano con impaciencia. Avancé apoyándome y resoplando. De a poco me deshice de la túnica y no me sentí mejor. Entonces entendí que era la luz la que me debilitaba. Volví a sentir ira y esta vez estaba dirigida a El Padre. Era su culpa que me pasara esto.
La cueva se iluminó y mis hermanos comenzaron a trabajar con premura. Yo de a poco fui recuperando las fuerzas y al final podía mantenerme en pie por mi cuenta. Lo único que me asustaba era tener que regresar y cansancio que venía con ello. Cuando los últimos llevaban las últimas cargas y los rezagados huían mi cara de terror un hermano me hizo señas delante de la cara (para no tener que tocarme) y entendí que tenía que regresar. Volví a cubrirme con la pesada túnica y salí de la cueva a oscuras. Afuera todos me esperaban con rostros entre felices e incómodos.
-Buen trabajo-susurré y emprendí el camino de regreso.
Al principio iban a mi paso y luego la mayoría me adelantó y desapareció de mi vista. Giré la cabeza y vi sólo a unos pocos que aún estaban detrás de mí. En todos los grupos a los que tenía que acompañar a la cueva siempre había unos cuantos que me acompañaban al regresar. Me alegré que no me dieran la espalda como los demás, aunque yo anduviera malhumorado y oscuro bajo la túnica.
La procesión fue muy lenta, el triple de lo que les tomaba a mis hermanos. Y al llegar mi risco los que me acompañaban se despidieron y yo les devolví la despedida.
Me senté en el risco porque me sentía agotado. Y sabía que pronto llegaría el siguiente grupo para ir a las cuevas.
Me bajé la capucha y cerré los ojos dejando que el viento dulzón removiera mis cabellos refulgentes. Y cuando sentí que me comenzaba a recuperar me tocaron el hombro y la pesadilla volvió a comenzar.
La rutina continuó de esa manera y yo me debilitaba aún más. Al final no pude regresar a mi risco, ni dar dos pasos sin caer de rodillas. Aun así El Padre no vino a visitarme ni una vez. Descansaba, jadeando, en la entrada de la cueva y luego me arrastraba hasta la siguiente, dónde me encontraba el siguiente grupo; y así, una y otra vez, hasta el infinito. Hubo un momento el que creí que ya no podría abrir los ojos nunca más. Y me encontraba a mí mismo en una especie de duermevela en la que notaba que despertaba en una cueva diferente cada vez que lograba abrir un poco los ojos. Llegó un momento en que mi único y efímero contacto con los demás era cuando abría los ojos, porque había dejado de sentir mi cuerpo, o mi luz. Incluso mi interior estaba vacío. No sentía ira, ni resentimiento, ni miedo, ni paz, ni alegría, esperanza, amor o felicidad. Nada. Era como una cáscara vacía.
Abrí mis ojos y puse distinguir a un hermano que acercaba su palma hacia mí. Cerré los ojos esperando que fuera la última vez.
-Está despertando-anunció una voz. Física. No la escuchaba en mi interior. La escuchaba de verdad. Me esforcé en abrir los ojos, pero no pude. Lo intenté otra vez. No pude.
-Denle espacio, hijos míos, denle tiempo-El Padre había pronunciado esas palabras. Volví a intentarlo y lo logré. Mis pestañas desdibujaban la imagen. Parpadeé y lo volví a intentar. Mis ojos se acostumbraron de a poco a mí alrededor. Moví la cabeza y esta cayó hacia un lado de una forma muy poco natural. Un hermano me ayudó a ponerle derecha. Se rio y luego miró a El Padre. Yo también lo hice.
-Lucifer, lo siento mucho. Hice que te forzaras a ti mismo hasta el final. Estaba tan ofuscado con mi pequeño experimento que olvidé cuidarte. Eres mi hijo, y te voy a presentar a los tuyos.
Se giró y señaló con la mano a la estancia. Unas cuantas criaturas pequeñas, sin brillo alguno se acercaban corriendo, gritando y riendo. Mis hermanos me ayudaron a sentarme y me sostuvieron para que no cayera. Se lanzaron a mi regazo y me fijé que un hermano traía a una criatura muy pequeña en brazos. Parecía dormir. Me lo pasó y me di cuenta que se parecían mucho a todos nosotros.
-¿Míos?
-Tuyos-contestó.
No le entendí y me le quedé mirando, irritado.
-Padre, padre-una de las criaturas me jaló del cabello para llamar mi atención. Bajé la mirada escandalizado y todos en la estancia se echaron a reír.
-¿Qué?-pregunté sintiéndome estúpido.
-Bienvenido-dijeron los pequeños con enormes sonrisas.
Los miré, supongo que de forma extraña, porque todos mis hermanos volvieron a reír.
El Padre me puso una mano en la cabeza.
-Te lo explicaré todo-sentenció.
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Antes de la caída. Lucifer, el ángel.
Teen FictionAntes de la caída hubo una rebelión: ángeles contra el Creador. Los ángeles, liderados por Lucifer, se opusieron a la decisión del Padre. Y perdieron. Se revelaron no porque anhelaban su poder, no porque se sintieran esclavos o celosos de lo que pod...