CAPÍTULO 1. LA PRIMERA DECISIÓN.

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Nuestros cánticos resonaban en todos los rincones del reino, en el pecho de cada uno de mis hermanos, la luz los transportaba y los hacía brillar. Nuestras voces creaban la armonía perfecta, insonora y cálida. Le cantábamos al Padre y el Padre cantaba para nosotros. La dicha refulgía en cada par de ojos, en cada sonrisa y en cada nota que entonábamos. Cada uno con sus tareas, nos desenvolvíamos en el Reino. Cada quién tenía una vocación, una misión.  La mía era esa: cantar y con mi canto sostener el trono del Padre. Yo era un serafín, el más hermoso, el más brillante y el más amado. Lo llamarán arrogancia, pero en aquel tiempo no existía pecado alguno y mi actitud no era contada como tal. Yo seguía siendo puro, como el Padre, como mis hermanos, como nuestro hogar. Los cánticos fervientes, alegres, se dejaron escuchar con más fuerza. Más fuerte porque el Padre nos buscaba. A todos. Nuestros cantos se convirtieron en una llamada. Mis hermanos dejaron sus faenas, y con rapidez acudieron al Padre. Sólo nos reuníamos para presenciar en nacimiento de un nuevo hermano o para escuchar lo que el Padre deseaba contarnos. Esta vez eran ambas cosas.

El Padre pidió silencio a los serafines y nosotros callamos, expectantes. Todos nos acomodamos alrededor del Padre; en el cómodo piso luminoso, con la cabeza en el regazo de algún hermano, de pie, abrazado a otro ángel, cantando bajito en nuestro interior, elevados mirando a todos…Yo tomé un puesto junto el lado derecho del trono, en el suelo, con un brazo reposando sobre el brazo del trono divino y mi cabeza apoyada en una mano. La emoción me embargaba.

El Padre me tocó la cabeza y luego se levantó de su trono y se acercó a la pequeña y redonda piscina dorada en el centro de la estancia. Alargó su mano con la palma vuelta y, tras un segundo de espera, una mano salió del líquido de oro, chorreante, para tomar la del Padre y forjar el vínculo irrompible que nos uniría al nuevo hermano. Con lentitud el nuevo hermano salió de la piscina. Sus cabellos claros estaban apelmazados por el líquido brillante, su luz aún era débil, su cuerpo perfecto chorreaba la sustancia dorada y donde las gotas tocaban el piso, el líquido se fundía con este. Aún tomado de la mano del Padre miró a sus hermanos. Estaba asustado, pero nuestras sonrisas y la amable bienvenida, derritió el frío en su ser y de esta manera su luz se volvió soberbia. Ahora era uno más. Amaba al Padre y el Padre le amaba. Nosotros, sus hermanos, le amábamos también. 

El hermano nuevo ya estaba limpio, recostado junto a otros dos hermanos. Todos mirábamos al Padre, absortos, escuchando. El Padre tenía una visión, una idea. Algo maravilloso, y algo terrible: quería crear seres diferentes. Seres que se expresaran con palabras, seres que sintieran cosas que no podíamos sentir. Quería crear al hombre.

Algunos estaban con el Padre, otros dudaban, y unos pocos, como yo, nos negábamos. ¿Pretendía crear algo con la capacidad de destruirnos? ¿Crear a seres abominables de los que no podríamos prever qué harían en nuestro mundo? NO. Simplemente yo no lo aceptaría. El Padre y mis hermanos lo notaron. Mi negativa era más fuerte, más enérgica que la de cualquiera, todos la sintieron y sintieron algo nuevo. Era la ira, el sentimiento que había nacido de mi luz. Que yo había creado.

Las miradas se habían posado en mí, taladrándome. Mi ira ahora era su ira y me le estaban devolviendo. Otro sentimiento nuevo: dolor. La ira desapareció y la reemplazó la confusión ante una sensación nunca antes experimentada. Me llevé una mano a la garganta y la otra al pecho, y me encogí un poco. ¡Ay!, ahí estaba el foco de tan espantosa sensación. Mis hermanos también sintieron el dolor y se encogieron igual que yo, mirándose unos a los otros. Nadie me miraba ya. No, alguien sí lo hacía. El Padre.

Se me acercó, su mirada me traspasaba. Su luz tocó mi luz, sin superar la mía. Con el contacto la paz llegó y todos nos serenamos. El Padre quería exponer mejor su idea. Yo continuaba sin querer escucharlo. Si nos mostraba algo, el silencio se alteraba hasta tal punto que nos confundíamos debido a la muda cacofonía, miles de voces queriendo ser escuchadas al mismo tiempo. Mi entrecejo se frunció. La música no era tan hermosa ahora. Debía haber alguna manera para hacer reinar el silencio en el lugar. ¿Pero cómo hacerlo? Una amorosa y paciente orden del creador lo logró. Volvió a explicarnos que deseaba crear un ser capaz de sentir con más intensidad, que no fuera luz, que fuera carne. Que se multiplicara y viviera a nuestro lado, en nuestra gloria. Que nos venerara, que nos amara y nos temiera. Irritado, le pregunté la razón. Respondió que ya era hora. Que era necesario. Que nos beneficiaría. No le encontré sentido alguno. Le expuse otra duda: ¿Qué tanto se parecerían a nosotros? A imagen y semejanza. Le hice nuevas preguntas, él respondía pacientemente.

¿Sentimientos diferentes? Diferentes a los nuestros, sí.

¿Buenos? Puros, por supuesto.

¿Y si no? Tendrán sus límites. La ira y el dolor serán sus castigos.

¿Y si les gusta la ira? No les gustará.

¿Por qué vivirán en nuestro mundo? Ya lo expliqué antes: para adorarnos.

¿Es necesario? Sí.

¿Por qué? Ya lo entenderás.

¿Y los vamos a amar? Serán nuestra luz, más brillante que la nuestra. Los amaremos.

¿Cuándo existirán? Pronto.

¿Los amarás más que a nosotros? Lastimosamente…sí.

Me sentí ultrajado, usado, superfluo. El Padre no nos amaría como antes. Mi propia luz me hizo sentir incómodo. Quise despojarme de ella. Convertirme en carne. En el hombre más hermoso. Me sentí absurdo y más confundido que antes. Volvía a sentir algo nuevo. Eran celos. Otro castigo. El Padre había tomado la decisión, no dejaría que ninguno de nosotros nos opusiéramos. Mis hermanos se resignaron. Hasta el nuevo parecía apoyar la idea con creciente admiración.Muchos sintieron que era correcto.

Yo no lo creía.

Antes de la caída. Lucifer, el ángel.Where stories live. Discover now