Capítulo I

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Monte Olimpo, equinoccio de primavera, 2019.

Caicai jadeó con dolor y se incorporó de súbito en su cama. El pecho subía y bajaba, frenético al mismo compás que los latidos de su corazón. Miró en todas direcciones, desorientada, y se percató del silencio y oscuridad del lugar. No tardó demasiado en recordar que estaba en la habitación de invitados del palacio de Hefesto, el Señor de los Cuatro Elementos.

El dios que le arrebató la vida a Zeus hacía ocho meses.

Había pasado una cantidad abrumadora de años para que sus palabras dichas con dolor y cólera, se hicieran realidad.

Zeus estaba muerto, Hefesto era el soberano tanto por derecho como por destino. Era un dios especial, ya no era solo el dios del fuego y la forja, sino que en él convergían todos los elementos de la tierra; tierra, aire, agua y fuego. Y, además, tenía un singular vínculo con los humanos a través de su esposa, Millaray, humana descendiente de dioses que había logrado la inmortalidad y poderes, mediante el amor verdadero, su unión a un dios y el ritual de Deméter. Millaray, era la única que lo había llevado a cabo con éxito.

Hefesto, como rey, no ejercía su poder como Zeus, tampoco tomaba decisiones ni juzgaba solo. Como primera medida de su reinado, decretó que no sería una monarquía autoritaria, tenía que ser junto a los regentes de los vastos reinos del mar y el Inframundo; Poseidón y Hades. Junto a ellos reinaba. Un triunvirato.

A lo largo de tres sucesiones de poder: de Urano a Crono, de Crono a Zeus, de Zeus a Hefesto; los dioses se habían dado cuenta que gobernar el Olimpo no era una tarea aconsejable para un solo dios.

El poder corrompía.

El poder enloquecía.

El poder traía muerte.

Y las consecuencias de aquello acarrearon una total debacle. Gracias a los excesos del Olimpo gobernado por Zeus, los dioses habían perdido su poder, fueron castigados por el Creador de los Cuatro Primeros, aquella entidad incognoscible que les había dado vida a los dioses ancestrales.

Los humanos ya no creían en los dioses y, con el paso de los siglos, inexorablemente, ellos se convirtieron en mitología.

Para variar, Zeus mintió acerca del castigo del Creador, reveló solo lo que le convenía a él para mantener su gobierno sobre el Olimpo.

Según el dios del rayo, sus poderes se conservarían para mantener el equilibrio del mundo, mas no podían cambiar el curso de la historia de la humanidad con sus intervenciones. Esa regla se aplicaba a todos los dioses, ni siquiera los titanes que habían sido liberados del Tártaro, conservaron su poder, por lo que estos dioses ancestrales y primitivos se fundieron en sus elementos y no intervinieron más.

El poder del resto los dioses se relegó a ser solo fuerzas intangibles de la naturaleza, entidades divinas sin derecho a gobernar a ningún humano.

Zeus decretó que los dioses podían partir del Olimpo en libertad, mas no debían mezclarse ni revelar su identidad a un humano y mucho menos engendrar. Lo que en realidad era falso. Los dioses sí podían relacionarse con los humanos, incluso procrear, y que su poder podría revelarlo a un mortal solo en el caso de sentir un amor verdadero, mutuo y eterno. Asimismo, los dioses perdieron su capacidad de engendrar entre ellos, si no cumplían con el requisito.

Los dioses debían aprender a amar.

Desde el principio de los tiempos, pocos habían logrado alcanzar aquello y mantenerlo.

Nereo y Doris.

Hades y Perséfone.

Hefesto y Millaray...

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