"Dulce Pesadilla"

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Sweet Dreams are made of this. Who am I to disagree?

              Dicen los gurús de autoayuda que hay modos de afianzar una consciencia de la propia realidad, como mirar la hora en un reloj de pulsera frecuentemente o contar uno por uno los dedos de la mano cada dos por tres, de modo que el absurdo se convierte en hábito y acabamos intentando repetir el mismo gesto aún en sueños. Y aquí es donde viene el efecto práctico de esta tontería: en un sueño no podremos ver los números en el reloj, o no tendremos un número coherente de dedos (cinco como suposición estándar, aunque entendería que un manco prefiriese el método del reloj. O contarse los dedos de la otra mano – al fin y al cabo, el reloj se le caería igualmente), por lo que el cerebro sería capaz de distinguir en ese momento la ficción y despertar la consciencia aún dentro del sueño.

            Puede que alguno de estos chamanes 2.0 colaborase en el guión de Inception.

        Supongo que ver que tengo doce dedos y que las manecillas del reloj van en sentido contrario me permite tener cierto control de lo que veo. Un monitor y un teclado sobre una mesa barata en mitad de una habitación asépticamente blanca. La luz no proviene de ningún sitio pero veo con normalidad, y aún no he hecho ningún test de sonido. Todo sería, si bien no agradable, lo suficientemente llevadero como para que al despertar no haya mojado la cama ni se me haya incrustado ningún trauma en mi ego infantil – y sin embargo, se hace insoportable tener clavados sus ojos en mi nuca. No necesito girarme para saber cómo es, porque al fin y al cabo es mi sueño y soy consciente de él: una mirada redonda y glaseada y su sonrisa impertérrita. Las características vagas de un sociópata que, sin duda, ha construido esta prisión a mi alrededor mientras no era dueño de mi imaginación desbocada. Sólo ahora me doy cuenta de que no hay puertas o ventanas, y hace frío.

            A medida que escribo, las yemas de mis dedos tardan más en cambiar de tecla: se quedan adheridas al teclado, y las letras del mismo pierden su forma, se derriten. Incluso el monitor parece estar fundiéndose. Cada vez hace más frío.

             ‘Eres escoria exotérmica’, dice su voz de galleta, muy cerca de mí. ‘Nosotros venimos a cocinarnos aquí, y tú… Tú escupes calor, tú desprecias lo que te dan y vomitas sobre las cabezas viudas del respeto.’

“¿Quién te crees que eres?”

            Y sé que la orden muda hace ecos invisibles en todo mi organismo, así que obedezco aun sabiendo de antemano que la mente del torturador no es sino la mía. Como el teclado, primero tecla a tecla, intentando mantener mi dignidad- pero el frío y el caramelo me oprimen y obligan a comer más aprisa, cada vez más aprisa. El teclado no está. El monitor es lo siguiente. Me doy cuenta de que sigue escribiendo todo lo que pienso, sin la necesidad de escribirlo (ojalá fuese así siempre, sería todo mucho más fácil). Mis manos aprietan el monitor y sin la ayuda de nadie consigo metérmelo por la garganta, masticando el cristal caramelizado y el plástico regaliz. Me doy cuenta de que no me será posible ingerir nada más, el azúcar empieza a marearme. Pero mastico empujado el chocolate con leche de la mesa, y lloro: la dominación es ahora total y soy sumiso, quizás tengo algún tipo de tendencia masoquista latente. Vomito cuando apenas llevo tres onzas de chocolate y lamo aun llorando mi propio vómito indigesto. El hombre de jengibre se ríe y me coge en brazos. De su boca abierta aparece la cabeza de Jack Black que me sonríe amablemente y me dice que ‘el rock&roll está en todos y cada uno de nosotros’.

            Miro el reloj y faltan unos minutos para la una de la tarde. Tengo diez dedos. Cinco en cada mano.

            El hombre de jengibre se ríe y entiende mi preocupación.

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