El pavimento refleja húmedo los contrastes de la noche moscovita, centelleando al ritmo de los faros de los coches o las farolas que sobreviven a la intemperie, bajo una lluvia molesta y fría que repiquetea insistente en los cristales. Lyov deambula los callejones del centro sin mayor propósito que encontrar comida, cobijo o compañía. Se le hace imposible recordar cuándo fue la última vez que tuvo las tres en una misma noche – el eco de un claxon retumba entre las paredes y despierta un olor a pescado en los contenedores de basura unos bloques calle abajo. Con un gemido se decide a seguir andando.
Los últimos meses no han sido los peores de su vida. Cerca de la embajada moldava encontró un café que se deshacía de remesas prácticamente enteras de bizcochos todas las tardes, seguramente porque al enfriarse quedaban desagradables y difíciles de masticar – pero para Lyov esto no suponía realmente un problema, y era feliz cada vez que podía rescatar tres o cuatro piezas cada día. Su estómago sonreía y podía dormir muy bien.
Pero hacía dos semanas que el café había dejado de tirar bizcochos. Quizás estaban de traslado, porque tampoco había tanta gente entrando y saliendo como solía haber.
No se había dado cuenta del hambre que tenía aquella noche. Desearía llorar y tumbarse ahí mismo, y dejar que el frío mermase sus constantes vitales a cero y poder abandonar un mundo que le rechazaba una y otra vez- y sin embargo, un impulso vital más fuerte que la desesperación le empujaba calle abajo, calle abajo, siguiendo todavía el aroma a pescado.
No son mucho más que espinas y cabezas escamadas que miraban inertes al infinito: las sobras frías que alguien tiró a la basura. Pero Lyov se resigna y aprovecha todo lo que puede. Husmea el resto de la basura pero todo lo demás es plástico y apesta a detergente y menstruación.
Se da cuenta de que algo se le ha quedado atragantado, una espina que ahora desgarra y oprime angustiosamente: intenta escupirla pero no puede y tiene miedo, asco. Bebe de los charcos y parece que esto le alivia.
Poco después entra en uno de los parques cerca de la orilla del Moskva: el cansancio empieza a poderle y necesita encontrar un sitio decente y tranquilo donde dormir un par de horas.
Es aquí donde Lyov encuentra al señor Popov intentando ver las puntas de sus dedos a través de la cortina de lágrimas que empaña sus ojos. El señor Popov – y de esto no sabe nada Lyov- vive en la calle desde haceocho años, y ahora se está quedando ciego. Huele fuertemente a orín y alcohol, y tardará en percatarse de la presencia de Lyov. Su hígado emite calor bajo el abrigo.
Finalmente, el señor Popov le invita a acercarse con un gesto tierno y amigable:
- Buen chico – dice, acariciando a Lyov. El señor Popov sigue llorando.