Capítulo I. Siglo de las luces.

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Canterbury Inglaterra, noviembre de 1442.

Diana de Dankworth se encuentra sentada al pie de la chimenea en un enorme sillón, con una manta que cubre su regazo y que le permite guardar el calor en el cuerpo. El invierno está por llegar y las primeras lluvias ya lo avistan. El embarazo de ya casi seis meses le dificulta realizar las actividades cotidianas, ella se deleita leyendo obras literarias y tejiendo pequeños ropajes para su bebé. Leonardo, su marido, quién ha ganado su Ducado y fortuna después de largos años de lucha y desniveles, se encuentra feliz de saber que su mujer pronto dará a luz a su primogénito, el que llevará la estirpe de su legado y quién producirá las más grandes riquezas para la Casa Dankworth, las que a su vez heredará a las futuras generaciones. Es el principio de una larga cadena familiar.

La residencia principal de los duques está decorada con enormes candelabros que caen del techo e iluminan las habitaciones apenas para hacerlas acogedoras, las mejores alfombras adornan los pisos y las paredes poseen un toque de color encantador. Un hogar ideal para un matrimonio en ciernes, la vida en Canterbury es provechosa para ellos, las grandes tierras de Leonardo y todos aquellos feudos que trabajan para ellos les permiten gozar de una vida agradable sin muchas más preocupaciones que las de seguir generando ingresos estables y acumulativos.

A los escasos 33 años, el último rey en turno de Inglaterra había condecorado con un título noble a Leonardo tras haber participado en múltiples guerras y luchas armadas donde con inteligencia e ingenio y siendo tan joven había logrado derrotar vez tras vez al enemigo. Ahora que había decidido contraer nupcias, su vida se veía por fin asentada, por lo cual formar una familia tan pronto no parecía una idea descabellada al principio. Hoy que Diana se encuentra descansando frente a la chimenea confirma para sí mismo que fue la elección correcta.

—Cuentan las estrellas que vieron caer del cielo a un hermoso ángel y que este vino a dar a la tierra para luego enamorarse de un apuesto caballero de armadura dorada— dijo a su mujer mientras sonreía entrando al salón—. Y es probable que ese ángel se encuentre justo frente a mis ojos.

—Tal vez ese ángel haya encontrado la luz de su compañero y esa sea la razón por la cual ha decidido quedarse a habitar en esta Tierra— respondió ella.

—O será que tal vez yo lo mantuve cautivo para que éste jamás escapara de mi lado.

—Quizás sea que quiero quedarme aquí hasta que no exista más— dijo Diana a su esposo una vez que éste se acercó para depositar un beso en sus labios.

El amor entre dos almas que están predestinadas a estar juntas, por definición crea cosas bellas, lo que de la unión de Leonardo y Diana de Dankwoth surja será una luz preciosa que ha de iluminar el cielo de quien la aprecie y producirá en aquel, nuevas formas de belleza como un ciclo sin fin que alcanza el mundo de las ideas y de lo más puro. Pero, por lo que concierne al presente de la pareja, sólo la noche y sus astros son conscientes de la majestuosidad que está por venir y que ha de deslumbrar al mundo.

Cuenta la historia, dicen... Que un siglo lleno de luces está cerca.

Dos años antes...

El ambiente es sombrío, como si avisara que algo se aproxima, como si contemplara en el aire la desolación. Cuenta la leyenda que cuando un ángel cae, el cielo llora la pérdida porque ha llegado a la tierra donde pierde gran parte de las ideas puras e innatas que lo acompañan, donde pierde la belleza, la gracia y la luz.

La noche del 24 de diciembre de 1440 ha sido una de las frías que Julio Loughty ha vivido durante toda su vida, camina a paso apresurado por entre las arboledas del extenso bosque que lo conducen a su humilde hogar que comparte con su esposa Martha. La luna ilumina todo a su alrededor, cada rayo de luz se ve reflejado en la nieve esparcida por el suelo y la copa de los árboles. Un ruido extraño, una explosión proveniente de algún lugar en su flanco izquierdo lo hacen saltar e intentar cubrirse como si aquello lo fuera a lastimar, sin embargo, lo que se ve como una luz que por un momento se iluminó con fuerza y ahora parece desvanecerse, lo llama a averiguar qué fue aquello que cayó en el bosque, y como hipnotizado se pone de pie y decide caminar hacia ella para alcanzar a vislumbrar lo que hay ahí.

—¡Oh querido Dios, ayúdame! — imploró al cielo mientras avanzaba a pasos torpes hasta el lugar de la explosión.

Ahí, entre fuego plata y azul, en el fondo de un gran agujero, se encontraba un niño de escasos minutos de nacido, que lloraba sin consuelo, tal vez fuera porque estaba abrumado por el ruido de la explosión o por aquel fuego que lo rodeaba. Julio Loughty se apresuró a correr a su encuentro cuando lo oyó llorar, se arrodillo para bajar al hueco donde estaba la criatura, lo observo viendo que era un ser angelical de hermosa tez blanca que brillaba como la luna esa noche y su cara estaba adornada con un par de ojitos color cielo, lo tomó en brazos y lo arropó con sus harapos antes de levantarse y salir del lugar a toda prisa para llenar de calor al pequeño angelito, preguntándose cómo es que este había llegado ahí.

El viento invernal soplaba a cada paso que Julio daba, el frío entraba por sus fosas nasales y llegaba hasta los pulmones. Estaba cerca de llegar a la pequeña cabaña donde su esposa lo aguardaba. —Sólo un poco más— se decía a sí mismo mientras corría para alcanzar a tocar la puerta de su casa y abrirla.

—¡Martha! ¡Martha! —gritaba en busca de su mujer una vez entró al hogar—. Mira lo que el cielo nos ha mandado. Es una hermosa criatura que Dios nos dió para cuidar.

Martha y Julio Loughty nunca habían podido engendrar, a pesar de los años que llevaban de matrimonio, la pareja jamás logró tener un hijo, eso deprimió sobremanera a la mujer, pues anhelaba con tantas ansias poder ser madre.

—¿Cómo es esto posible? — preguntó ella—. ¿Dé donde has sacado tú ese niño?

—El cielo nos lo mandó, mujer— respondió Julio—. Corría por entre el bosque cuando un fuerte estallido me hizo tirarme al suelo, giré la cabeza y vi una luz apagarse algunos metros al lado de mí, quise seguirla y cuando llegué al lugar oí a la criatura llorar.

—Eso es imposible, Julio— inquirió la mujer—. Los bebés no caen del cielo y Dios no perdería un ángel para darnos felicidad a nosotros, gente simple que vive en un lugar como este.

—Puede ser que este pequeño ángel haya caído por error— comentó él sosteniendo al pequeño más cerca.

—O puede ser que alguna mala madre lo haya dejado ahí y tú vinieras borracho.

—¡Calla, mujer! Sabes bien que eso es completamente falso — protestó el esposo—. Te digo que vi esa luz y escuché esa explosión. Un momento después el niño estaba llorando.

—Yo sigo creyendo que alguien lo dejó ahí.

—De cualquier modo, no podemos dejar a la criatura a su suerte siendo tan indefenso, creo que lo correcto sería cuidar de él. Dime, pues, ¿qué nombre de pondremos?

—Bueno, siempre me ha gustado William, y será el protector que el cielo nos ha mandado para este hogar— respondió Martha—. Aunque no sepamos de dónde ha llegado, lo colmaremos de amor.

Ambos, llenos de dicha tomaron entre sus brazos al pequeño William y, sintiéndose bendecidos, lo abrazaron y arroparon. Él nunca sentiría más frío mientras tuviera el cariño de sus nuevos padres.

Lo bello devine siempre de todas aquellas cosas que por sí mismas son buenas. El amor y el cariño que Martha y Julio tienen por William encenderá la chisma para avivar una luz extinta, una luz agotada, destruida.

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⏰ Última actualización: Nov 06, 2020 ⏰

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