II

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Por fin, Lidia podía deshacerse de los trabajos donde no se sentía valorada, y «aprovechar», como le gustaba decir, otra buena racha, algo fundamental para seguir viviendo en un país europeo.

Carmen y Luis la contrataron oficialmente y con un buen salario. Así empezaron los trámites de legalización de Lidia por arraigo social, un procedimiento largo y complicado si se solicita sin contrato de trabajo. Sin embargo, una vez encuentras a gente comprensiva, entonces no se hacen tan pesados ni el trámite ni su duración. Lidia calculaba que en unos cuatro o seis meses podría recibir su tarjeta de Número de Identidad Extranjera. Podría hacer una vida normal, como hacía hasta ahora, pero sin vivir con el miedo constante a ser expulsada del país. Se podía plantear una vida donde realizar sus propósitos y, por fin, lo más importante: por primera vez en más de tres años podía ir a visitar a sus padres.

El matrimonio se mudó a Madrid para pasar el invierno y la muchacha pudo verificar la veracidad de las palabras de su nueva jefa. Madrid era maravilloso. Observando los rincones peculiares de la capital, descubrió la Puerta del Sol, la Plaza Mayor, el Retiro y el Museo de El Prado. Ah, el Prado, Lidia contemplaba las obras de Rembrandt y Rubens... lloraba de felicidad. Siempre contenida, no tenía con quién llorar sus penas y así descubrió su necesidad de hablar con otros. Aunque solo hablaba ella, parecía que la escuchaban y le daban consejos. Estaba fascinaba por las escenas bíblicas y monstruos de Goya. Nunca antes había sentido esa inmensa felicidad, probablemente porque no había tenido la ocasión de rodearse de arte. Aquella felicidad no le cabía en la cabeza: cómo ella, una chica simple, una joven perdida de Ucrania, tenía acceso a contemplar obras mundialmente famosas. Su corazón latía tan fuerte que, en el silencio de la sala, cada contracción explotaba en sus orejas. En ese silencio tranquilizador, acompañado en ocasiones por el poco frecuente crujido de pasos lentos de los visitantes, Lidia era capaz de escuchar los latidos de su propio corazón, su flujo sanguíneo y melodías de arpas paradisíacas.

Por primera vez iba acompañada por Carmen, que estaba en absoluto silencio. La mujer percibía el asombro de la chica y lo comprendía. Sentadas en un banco, disfrutaban de las piezas únicas, ambas con un pañuelo para secar las lágrimas. Tan cercanas, auténticas y comprendidas.

Ahora Lidia esperaba la llegada del fin de semana para volver a lo que se había convertido en su templo. Conocía los pasillos del museo como si fuera una empleada más. Era un sitio especial, un refugio para su alma insegura. Desde las paredes la observaban los reyes y damas de honor, divinas criaturas del Bosco y el mismo Jesucristo. Algunos ángeles se parecían a Carmen, la salvadora, la indicadora de su destino. En susurros, Lidia hablaba con ellos. Les contaba sus penas, sus secretos. Se llenaba de buenas sintonías y felicidad.

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