1. Argentina: 1930-1945
CAPITULO 1
La década de 1930. Crisis económica, industrialización y la intervención del Estado
(1930-1943)
Leticia Tenczer[1]
“La crisis económica mundial, al repercutir en la Argentina mostró, en 1930, la incapacidad de sus gobernantes para encontrar soluciones que permitiesen superar los fenómenos que se estaban produciendo.Dicha actitud no fue motivada por el temor de la caída del ingreso nacional o por la disminución de los niveles de vida en los sectores populares, sino por el deseo de conservar una estructura económica que mantuviese los privilegios propios de los sectores propietarios, especialmente los terratenientes (…)Pero lo que ha caracterizado netamente el periodo, ha sido el trato acordado a las inversiones extranjeras. La forma que adquirió dicho trato (…) ha motivado que se la califique con la denominación de “década infame”. Leopoldo Portnoy, 1961[2].
El periodo de la historia argentina comprendido entre 1930 y 1943, conocido como Década del ’30, o década infame, fue una época de transformaciones en la estructura económica y social argentina, que culminó con la revolución de 1943.
Comienza en el contexto de la crisis económica internacional, cuando en octubre de 1929 se producía el crack de la Bolsa de Nueva York, manifestación de una depresión que en poco tiempo se extendió al conjunto del mundo capitalista. Al mismo tiempo, el contexto mundial era sacudido con la Guerra de España (1936-1939) y, finalmente la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), que modificaron la situación internacional.
En la Argentina de 1930, el impacto de la crisis económica mundial, provocó una crisis económica interna, agravada por la crisis política del gobierno radical. Después del golpe de Estado, los gobiernos del régimen conservador se instalaron en el poder por medio de la falsificación de la voluntad electoral.
Entre el golpe de 1930 y el de 1943, las disputas por el poder fueron complejas y con numerosos actores enfrentados en dos bloques antagónicos: “liberales” a “nacionales”, “democráticos” a “autoritarios”, “fraudulentos” a “populares”.
En el campo político, el impacto del golpe sobre el sistema político y su funcionamiento posterior, las estrategias de los partidos, las prácticas electorales y el fraude, el rol que adquiere el Ejército para la definición política, y el problema de la legitimidad, constituyen ejes centrales de la política argentina del periodo.
La política económica en tiempos de crisis, se caracterizó por las dificultades del sector externo, el estancamiento del sector primario y el comienzo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI), proceso que hizo de la industria el sector más dinámico y abrió paso a la transición de la economía de mercado interno.
Durante la década del 1930, el rol del Estado adquirió un carácter interventor ante la recesión. Se establecieron nuevas herramientas de intervención estatal en la actividad económica. Por un lado, se convirtió en agente de la gestión del comercio exterior, en particular de los acuerdos bilaterales, tendientes a asegurar una mayor reciprocidad en términos de intercambio, y a la racionalización de los recursos, muy escasos, en el contexto de depresión. Por otro lado, las dificultades de las políticas estructurales y las demandan del sector ganadero, condujeron a Reformas financieras y la creación del Banco Central y del Instituto Movilizador de Inversiones Bancarias, y al control de la producción a través de las Juntas.
En el plano social, las trasformaciones en el crecimiento demográfico y los cambios de la estructura social, y la evolución del movimiento obrero, constituyen otros temas de análisis del presente trabajo.
Cambios en el sistema político: reorganización oligárquica y el fraude “patriótico”
El golpe de Estado cívico-militar de 1930[3], despojó del poder al partido radical, y abrió una nueva etapa en la vida política argentina. Se interrumpió la vigencia del orden constitucional y el proceso democrático iniciado en 1912 con la Ley Sáenz Peña de voto universal, secreto y obligatorio. Se reinstalaba la práctica del fraude electoral y la persecución a los opositores. Al mismo tiempo, los grupos conservadores buscaron la restauración de la república oligárquica, que había gobernado la Argentina desde 1880.
Durante el segundo gobierno de Yrigoyen (1928-1930), los partidos opositores al oficialismo radical -los conservadores, los radicales antipersonalistas y los socialistas independientes-, buena parte del movimiento obrero y de la izquierda, así como de los estudiantes, contribuyeron a la creación de un clima favorable a una solución por la fuerza, mientras que los medios de comunicación y los periódicos, difundieron la necesidad de quebrar el orden constitucional.
A comienzos de agosto de 1930, la agitación en la calle Florida repudiaba: “el desastroso cesarismo imperante…”. Se escuchaban gritos de: “Viva la Revolución” y “Abajo el Peludo”[4]. Corridas de vigilantes, toques de pito y juerga general. El ambiente se iba caldeando. Entre seis y siete una nueva vibración atraía el comentario: era el paso esperado de un hombre que en esos momentos encarnaba las aspiraciones abiertamente expresadas por aquellos gritos sediosos. Era el general Uriburu (Carulla: 1931).
El escritor Manuel Gálvez escribía: “Hipólito Yrigoyen se ha quedado solo. Su inmensa popularidad se ha desvanecido. Ya ni sus fieles se atreven a defenderlo. El pueblo no corre, como antes, a verlo y a vitorearlo. Y excepto aquellos que tienen intereses –empleos que salvar o negocios en perspectiva- todos desean su caída. Creen unánimemente, hasta los más fervientes radicales, que el gobierno de Yrigoyen nos llevará, en unos meses más, a una insalvable catástrofe económica” (Gálvez: 1939, 433).
La agitación política preparaba el éxito de la conspiración militar. Entre las filas del Ejército se organizaba el golpe. Los oficiales involucrados, en actividad y retirados, respondían a dos tendencias. La encabezada por Uriburu[5], jefe de la conspiración, de tendencia nacionalista[6], proponía una reforma sustancial del régimen constitucional, la eliminación del sufragio popular y su reemplazo por un corporativismo (ver Anexo, doc. 1). La otra tendencia, de corte liberal y pro británica, estaba conducida por Agustín P. Justo, respaldada por la mayoría de los sectores conservadores de orientación conservadora.
El Ejército se iba consolidando como un nuevo actor político. La revolución del 30, inicia un proceso de profesionalismo y de creciente politización de las fuerzas armadas, decisivo para la comprensión de las recurrentes quiebras del sistema constitucional de las décadas siguientes que, por otro lado, se inscribe en un amplio quiebre del orden democrático que afectó América Latina[7]. Los comentarios generales de la prensa fueron eficaces para explicar que, la corrupción, era la causa principal de la sucesión de los golpes militares en la región (Rouquié: 1978, 219 y 220).
El año 1930 mostró la politización de los militares, que olvidaron que sus funciones eran exclusivamente la defensa militar del país frente a una agresión externa y el sostén de las autoridades elegidas por el voto popular, previstas en la Constitución Nacional.
El objetivo proclamado del golpe, era derrocar a la “demagogia personalista” del anciano Yrigoyen -considerado responsable de inoperancia de sus administraciones y centralización de las decisiones-, y la restauración de un régimen democrático e institucional. El golpe fue visto por sus contemporáneos como una más de las “revoluciones” o “movimientos cívicos” de origen civil, apoyados por los militares, tradición que había sido reivindicado por el mismo Yrigoyen y los radicales desde 1890 (Privitellio: 2001, 105-107).
El 6 de setiembre de 1930, el general José Félix Uriburu, asumió la presidencia con carácter provisional, y cuatro días después, la Corte Suprema de Justicia, avaló jurídicamente el gobierno de facto. En su manifiesto el nuevo gobierno sostenía: “El régimen depuesto, elegido bajo el imperio de la Constitución y por el mecanismo de la Ley Sáenz Peña, fue pernicioso y nefasto, tanto por los hombres que los integraban –los cuales, a su modo, respetaban la Constitución- como por haber llegado al poder por el camino del comicio, en justas todo lo democráticas que se quiera, y legales hasta pora ahí nomás, pero cuyos resultados, para cualquier mentalidad bien organizada, no podían llamar a sorpresa” (Citado en Revista Criterio: 1930).
La cuestión electoral a lo largo de la década representó uno de los grandes problemas. Si bien, gran parte de la oposición reconocía la importancia de la ley electoral y los partidos, una vez en el poder, el presidente provisional trató de imponer su visión militarista y corporativista del golpe, iniciando el camino hacia la democracia fraudulenta.
En el contexto mundial, los años de la Gran Depresión habían dejado un sistema de relaciones internacionales muy debilitado. Las grandes naciones apenas pudieron superar los efectos de la crisis se fortalecerán en regímenes autoritarios y corporativos. Uriburu y sus partidarios[8] consideraron necesario instalar un Estado que tuviera representación corporativa, es decir, un Parlamento conformado por representantes de todos los grupos sociales: industriales, ganaderos, agricultores, obreros, profesionales, militares. El sistema corporativo, privaba a los ciudadanos de la posibilidad de ejercer la libertad de elegir la institución que represente, y las organizaciones quedaban sujetas al control del Estado.
El ministro del Interior, el Dr. Matías Sánchez Sorondo, diseñó un plan político para el retorno gradual a un régimen constitucional reformado, habían creído –inducidos por la declinación electoral del radicalismo y por las condenas de gran parte de la prensa- que el partido de Yrigoyen estaba acabado y que perdería frente a la fórmula oficialista. Pero las elecciones para gobernador de Buenos Aires del 5 de abril de 1931 dieron el triunfo a los radicales. En contraste, además de causar la renuncia de Sánchez Sorondo, este hecho convenció a los conservadores y a los antipersonalistas que la “chusma” era irredimible, y que, para bien de la Patria, se la debía mantener fuera del gobierno mediante el fraude y la violencia[9]. El gobierno anuló las elecciones. De allí el carácter “patriótico” del fraude que caracterizó la década del 30[10] (ver Anexo, doc. 2).
El nacionalismo antiliberal, autoritario y antidemocrático de Uriburu, originó una fuerte oposición en el seno de los revolucionarios y la conformación de la Federación Nacional Democrática, integrada inicialmente con los partidos Socialista Independiente y Conservador de Buenos Aires, al que luego se incorporaron agrupaciones conservadoras y antipersonalistas del resto de las provincias. El rechazo a la reforma constitucional y de la legislación electoral “corporativista”, provocó el quiebre del uriburismo y el ascenso del general Justo, considerado abanderado de la continuidad legal y de una rápida apertura en los comicios[11].
La nueva estrategia en manos de Justo consistió en encabezar una coalición de partidos formada por radicales antipersonalista y conservadores, llamada Concordancia, y presionó al gobierno para llamar a elecciones generales. Las elecciones de noviembre de 1931, consagraron la presidencia de Justo, frente a la Alianza Civil, formada por demócratas progresistas liderados por Lisandro de la Torre, y por socialistas, representados por Nicolás Repetto, y la abstención radical, debido al veto a la candidatura de Alvear. Su vicepresidente fue Julio A. Roca (hijo). El nuevo presidente combinaba al militar que llegó al gobierno por medio de las elecciones, aunque a través del fraude[12].
El gobierno del general Agustín P. Justo (1932-1938), emprendió la restauración del régimen conservador. Se organizó una compleja maquinaria política para evitar que el radicalismo volviera al poder, con intervenciones federales a las provincias no leales al gobierno nacional y la violencia política, que se prolongará durante la década de 1932 y 1943, calificada de “Infame”[13].
Los resultados de la política militar de Justo no fueron los esperados. Dos intentos de golpes militares en 1932 y 1933, apoyados por sectores de la oposición radical, y las declaraciones en 1936 de un prestigioso Jefe de Estado Mayor, el general Molina, que repudió el golpe de 1930 y planteó la necesidad de “elecciones libres y honestas” y una legislación social y reformas económicas, hizo que Justo buscara otros argumentos para legitimar su gobierno ante un “tribunal de la opinión”, y la legitimación en la Iglesia y en el Ejército, en desmedro del Congreso y los partidos políticos.
También la Iglesia introducía en la Argentina de la década de 1930 un creciente protagonismo en la vida política y social. Desde 1928, el clero había iniciado una política de acercamiento al Ejército a través de cursos y conferencias celebradas en las escuelas y guarniciones militares, con lo cual muchos militares comenzaron a abandonar las ideas liberales que tenían en su formación ideológica y política desde fines del siglo XIX. La prédica de la Iglesia estaba dirigida a borrar su separación del Estado, y a desarrollar un rol protagónico en la vida social, a través de la educación y la formación moral[14]. En los años treinta, la propaganda católica se orientaba a forjar en la opinión pública preceptos nacionalistas y antiliberales[15].
Durante la presidencia de Justo, la relación entre el Ejército y la Iglesia salió de los círculos militares y eclesiásticos. En octubre de 1934 el gobierno nacional apoyó el desarrollo del Congreso Eucarístico Internacional, donde los católicos demostraron su poder de convocatoria y de movilización, y la influencia que recuperaba la Iglesia: “El Congreso Eucarístico (…) fue mucho más que una gran manifestación de colectiva de inmensas masas de argentinos (…) la cristiandad se impuso como respuesta a la crisis de identidad que alcanza al país (...) El concepto de nación católica (…), confería a los militares un rol de preeminencia. Estos deben convertirse en sus garantes, si fuera necesario incluso contra las leyes del Estado, es decir, en el que caso que estas fueran contrarias a la moral cristiana (…) todos los militares de la capital participaron unánimemente en corporación (…) reservada a la unión de los sentimientos de Dios y Patria (…), el poder político se sostuvo casi exclusivamente sobre la base de fuentes de legitimación externo al sistema institucional representativo, como el Congreso y los partidos políticos” (Citado en Loris Zanatta: 1996). A partir de entonces, las relaciones entre la Iglesia y el Estado se estrecharon y se abandonaron las tendencias anticlericales y laicistas.
En 1935 la recuperación de la depresión y las mejoras en el escenario social, político y cultural, hicieron más visible la ilegitimidad del poder conservador. El Partido Socialista y los demócratas progresistas se convirtieron en la principal oposición parlamentaria. Otro peligro para Justo fue la conducción del partido radical, dirigido tras la muerte de Yrigoyen, por Alvear -antipersonalista-. La Unión Cívica Radical (UCR) abandonó la abstención y comenzó a participar de las elecciones convocadas por los conservadores. El partido prefería el acuerdo político con el régimen oligárquico. Esta política restó votos a la UCR y generó enfrentamientos y divisiones dentro del partido.
Uno de los grupos radicales opuestos al liderazgo de Alvear fue la llamada Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA), centro de estudios económicos y políticos, de gran influencia en la cultura política argentina[16]. En agosto de 1935, en las calles porteñas unos volantes impresos en papel barato, de texto conciso con la firma de FORJA decía: “Ni conservadores. Ni Socialistas. Ni Radicales. Ni Comunistas. Ni Fascistas. Pueden decir al pueblo LA VERDAD sobre la tragedia que vive la Patria” (Scenna: 1983, 78).
De posición antiimperialista, bajo el ya clásico lema: “Somos una Argentina colonial. Queremos ser una Argentina libre”, denunciaba la dependencia económica y política de Inglaterra y criticó el Pacto Roca-Runciman. El antiimperialismo de FORJA, constituía una forma diferenciada del antiimperialismo de la década anterior, particularmente sensible al avance norteamericano sobre el resto del continente, así lo demuestra en su crítica Luis Dellepiane: “América no necesita de profetas sajones, aunque no dudemos de sus buenos propósitos. Estados Unidos de Norteamérica es el pueblo que vive con más intensidad la crisis que una técnica al servicio de lo material ha traído al mundo. Esa crisis no puede superarse con buenas intenciones. Quiera o no Roosevelt representa a la plutocracia yanqui”. Antielectoralista, se opusieron al fraude: “La democracia está en peligro (…). Y los farsantes que la componen, cuyos representantes en los Gobiernos, Congreso, Legislaturas y Consejos recogieron sus diplomas en los cajones de la basura del fraude” (Scenna: 1983, 207). Mantuvieron una posición neutralista frente a la Segunda Guerra Mundial.
Si bien, FORJA intentó cambiar la orientación alvearista del radicalismo, sólo encontró eco en los círculos intelectuales. Su obra, más que de proselitismo, será de esclarecimiento. La labor de “esclarecimiento doctrinario” de FORJA, así como algunos núcleos nacionalistas y escritores independientes, había demostrado la situación dependiente en que se encontraba la Argentina. Finalmente se separó del partido, actuando desde 1940 como una fuerza independiente.
Entre 1938 y 1942, durante el gobierno del Dr. Roberto M. Ortiz, de origen radical antipersonalista, y su vicepresidente, el Dr. Ramón Castillo, representante de los grupos conservadores más tradicionales, las cuestiones de la democracia, del radicalismo y de las elecciones estaban emparentadas.
Si bien, ambos gobernantes llegaron al poder a través del fraude, Ortiz despertó la esperanza de ver el fin del sistema político basado en el fraude. Sus declaraciones, sus actos, y la elección de algunos de sus colaboradores, parecieron insinuar que se restauraría la libertad del voto. En 1940 desautorizó al conservador, Manuel A. Fresco, autor de un fraude de proporciones inéditas, y enviaba la intervención a la provincia de Buenos Aires. Pero a Ortiz le resultó más difícil que a Justo mantener el equilibrio con los grupos conservadores de su partido, y menos aún con los nacionalistas, con peso en la opinión y el Ejército. Terminaría víctima de intrigas, y un año después, debió renunciar por enfermedad. Fue reemplazado por Castillo.
El gobierno de Ramón Castillo (1932-1943), intentó recomponer los tradicionales esquemas conservadores y limitar el poder de Justo en el Ejército en beneficio de la derecha militar nacionalista.
Entre tanto, el curso de la guerra mundial introdujo nuevas tensiones en el clima político nacional. A fines de 1940, los Estados Unidos presionaron a los gobiernos latinoamericanos para declarar la guerra al Eje. El presidente, simpatizante del Eje, mantuvo la neutralidad y las relaciones con el gobierno norteamericano se deterioraron. Los grupos opositores acusaron a Castillo de intentar una alianza con la Alemania nazi, mientras que los nacionalistas impugnaron a la oposición acusándola de conspirar contra la Nación. A su vez, Justo se declaró partidario de la Alianza y Castillo designó en el Ministerio de Guerra al general Pedro P. Ramírez. Justo perdía su poder entre los militares.
La muerte de Alvear (1942) y la de Justo (1943), dejaron a Castillo sin rivales importantes, y el presidente se preparó para ejercer el fraude en beneficio de Robustiano Patrón Costas, un conservador partidario de los Aliados. Esto alarmó a los grupos nacionalistas del Ejército, que dominaban por completo la institución.
Los ataques ideológicos del nacionalismo, las transgresiones de los presidentes de la Concordancia –Justo, Ortiz y Castillo-, el escenario europeo, la corrupción descubierta en algunos grupos colegiados, todo terminaría generando conflictos en el interior de la clase dominante acerca de los mecanismos de control político y a restar credibilidad a la democracia argentina, que por otra parte, apenas contaba con tres lustros al momento de la revolución del 30.
El 4 de junio de 1943 se produjo el golpe de Estado encabezado por el Ministro de Guerra, el general Pedro P. Ramírez. El Ejército, que hasta la muerte de Justo se había mantenido dentro de la institucionalidad, dejaba atrás su papel de “tutor” del régimen conservador y se reintroducía de lleno en la vida política del país, asumiendo el ejercicio directo del poder. La época de la Década Infame llegaba a su fin.
La gran Depresión de los años 30, la industrialización y la intervención del Estado
Para entender el primer golpe de Estado militar en la Argentina y el gobierno de la década del 30, es indispensable ubicar este proceso nacional en el entorno más amplio que representan las relaciones económicas mundiales.
El estallido de la bolsa de Nueva York desencadenó una crisis financiera en los Estados Unidos que rápidamente se extendió a los ámbitos productivos. Esto significa que además de las quiebras de bancos, se produjeron cierres de fábricas y de comercios. En pocas semanas, la depresión económica alcanzó a las economías mundiales.
La crisis del 30 se caracterizó por una profundidad inédita -que impactó en la caída de la producción y del comercio exterior, y un enorme incremento de la desocupación-, pero también por su extensión en el tiempo, ya que la actividad económica no se recuperó completamente hasta 1937, momento en que aparecieron de nuevo síntomas de depresión.
Frente a estos problemas, se produjo un avance significativo del Estado en las cuestiones económicas –desde el New Deal[17] implementado desde 1933 por el presidente Roosevelt en los Estados Unidos hasta la economía nazi-, cuya justificación teórica fue desarrollada en 1936 por el economista inglés John Keynes en su obra Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, que cuestionó los basamentos de la economía liberal[18].
El despliegue de la crisis fue acompañado por una serie de acontecimientos políticos. El ascenso al poder de Hitler en Alemania fue el de mayor repercusión para el futuro, ya que llevó a una nueva guerra generalizada. La democracia liberal se vio sometida a una dura crítica desde diferentes perspectivas ideológicas, acusada de pasividad e inacción frente a los aspectos sociales más negativos de la depresión, como la desocupación. De modo simultáneo, se concretaba la acelerada industrialización soviética, dirigida con extrema dureza por Stalin, realidad que en los momentos más profundos de la crisis del capitalismo para muchos aparecía en algunos aspectos como modelo a imitar (Barbero: 2007, 303).
En la Argentina, el impacto del crack de 1929, puso fin a la etapa de la economía primaria exportadora que había marcado el crecimiento “hacia fuera” desde 1880. Un conjunto de factores, internos y externos, mostraron sus límites, y dieron origen a las nuevas condiciones del desarrollo argentino.
Entre las cuestiones internas, en la década de 1920 había finalizado la ocupación total de las tierras pampeanas. El aumento de la producción pasó a depender del cambio tecnológico y la mecanización de las explotaciones rurales. Al mismo tiempo, el crecimiento de la población, el ingreso por habitante y diversidad estructural, imponían la incorporación creciente de la actividad productiva a través del desarrollo industrial. En el contexto externo, la pérdida de dinamismo en la demanda de productos agropecuarios de clima templado alteró el papel que la economía internacional había desarrollado desde mediados del siglo XIX y en consecuencia, el rol hegemónico del sector agropecuario de la región pampeana como motor de la economía argentina (Ferrer: 2004, 203).
Los efectos de la Gran Depresión sobre la economía argentina, mostraron los límites del modelo agroexportador y la ausencia de políticas de industrialización, así como el bajo nivel de ahorro nacional, la excesiva dependencia del mercado inglés y los problemas fiscales. Una pesada herencia para los gobiernos del treinta. (Gerchunoff y Llach: 2010, 105).
Los problemas del sector externo, constituye un indicador de los efectos negativos de la crisis internacional. Si bien, los precios agrícolas argentinos y otros relacionados directamente con ellos, habían sufrido una baja antes de 1929, fueron compensados en parte con el aumento de los volúmenes exportables (O’Connell: 1984, 488 y 489). Recién a fines de 1931 el valor de los cereales y del lino descendió cerca de la mitad. Las carnes y los productos forestales, no sufrieron tanto, pero las lanas tuvieron un gran descenso en sus cotizaciones. A esto se sumó, el proteccionismo agrario europeo, que se irá agudizando con la depresión[19]. Disminuyeron las compras de materia prima y alimentos, y los capitales extranjeros se retiraron bruscamente.
Otros dos síntomas críticos de la crisis fueron el aumento del desempleo -que por primera vez afectaba a los trabajadores argentinos-, y la retracción del consumo, sobre todo porque éste se basaba principalmente en productos importados. Esta retracción del consumo podría haber sido positiva para la balanza comercial, pero la disminución de importaciones, perjudicaba los ingresos del Estado, que se apoyaban principalmente en los impuestos aduaneros.
La articulación de la economía argentina con la economía internacional en la nueva etapa, impuso la necesidad de cambios profundos en el comportamiento del Estado. En un principio, para paliar la crisis, se pusieron en práctica políticas ortodoxas, como reducción de los salarios de los empleados públicos y múltiples restricciones presupuestarias. Se buscaba equilibrar el presupuesto como base para estimular a los mercados a encontrar un nuevo equilibrio. Al mismo tiempo, comenzaron a tomarse medidas económicas en las que la intervención del Estado en la economía se acentúo (Rapoport: 2005, 209).
Se trataba de contrarrestar la crisis de 1930 con la intervención directa del Estado[20].
Federico Pinedo, se hizo cargo del Ministerio de Hacienda en 1933[21]. Comenzó a hablar de “planificación y regulación económica”. Decía al respecto: “¿por qué proyecta el Poder Ejecutivo el plan? Porque es indispensable la intervención del Estado para realizarlo porque la iniciativa privada, librada a su propio esfuerzo, no podría hacerlo” (Pinedo: 1961, 17).
Las medidas de su política económica se centraron en el cambio en el papel del Estado, que comenzó a intervenir para regular la economía; el cierre paulatino de la economía nacional, es decir, la disminución de las relaciones con otros países; la defensa de los productos tradicionales agropecuarios; y el refuerzo de la relación bilateral con Gran Bretaña. Esta política siguió la tendencia de las medidas económicas que instrumentaron otros gobiernos frente a la crisis mundial, sobre la base de las ideas de John Keynes, y marcó el comienzo de cambios profundos en el funcionamiento de la economía argentina.
Uno de los pasos fundamentales del gobierno para evitar que el impacto de la crisis golpeara las relaciones con Inglaterra, sobre todo en el comercio de las carnes, fue la firma de un tratado bilateral. En 1932, Gran Bretaña y el resto de los estados de la Commonwealth se reunieron en la Conferencia Imperial de Ottawa, donde acordaron privilegiar el comercio entre los países miembros. Como consecuencia, Inglaterra disminuyó la cuota de productos primarios importados de la Argentina, en particular la de la carne, a favor de los países de su imperio, como Australia y Canadá. El presidente Justo envió a Londres a su vicepresidente Julio A. Roca (hijo), que en 1933 firmó un tratado con el ministro inglés Runciman. El acuerdo respondía a las presiones de algunos sectores agropecuarios, especialmente ganaderos, que buscaban recomponer la
tradicional relación de complementación entre las economías argentina y británica, y fue desfavorable para la Argentina. Inglaterra mantendría su cuota de carne comprada a nuestro país, mientras que la Argentina se obligaba a gastar las divisas obtenidas por sus ventas en libras. Los ingleses se garantizaban un mercado seguro para sus exportaciones y servicios.
El Pacto Roca-Runciman provocó la reacción de los grupos nacionalistas, que vieron en las cláusulas que favorecían a las compañías británicas, la profundización del imperialismo inglés en la Argentina. La corrupción del gobierno -que con ello se ganó el mote de “vendepatria”-, impulsó fuertes discusiones en el Senado de la Nación. En 1935, Lisandro de la Torre, legislador por Santa Fe, denunció el accionar de los grandes frigoríficos extranjeros para disminuir el precio pagado por ganado y evadir las cargas impositivas, e involucró a miembros del gobierno. El debate culminó con el asesinato del senador santafesino Enzo Bordabehere, en el mismo senado, y la renuncia de los ministros de Hacienda, Pinedo y de Agricultura, Luis Duhau (Korol: 2001, 35).
El manejo del sector externo incluyó una política activa de movilización de recursos para compensar la fuerte disminución del ingreso de capitales, el impacto de los servicios de la deuda externa y la acumulación de cuentas impagadas en el exterior. Estas nuevas medidas permitieron mantener el cumplimiento de los compromisos internacionales (Ferrer: 2004, 224).
El Estado intervino para solucionar la caída de los precios internacionales de los productos primarios, que afectaban las exportaciones de los sectores agrícolas. Ante la baja de los precios, los sectores agrarios aumentaban su producción individual y, como consecuencia, la oferta general crecía aún más, provocando un mayor descenso de los precios. Fueron creadas una serie de entes o “juntas reguladoras” de producción, que abarcaban las principales actividades agropecuarias como la Junta Nacional de Carnes[22] y la Junta Nacional de Granos, Vinos y Algodón, encargados de comprar la producción a precios fijos y, luego regular la cantidad que se volcaba al mercado. Se adoptó el control de cambios; numerosas mediadas financieras y reformas impositivas.
Estos organismos controlados por intereses de cada sector de la producción agraria - terratenientes ganaderos, grandes bodegueros, oligarquía azucarera-, juntamente con capitales financieros extranjeros, tuvieron como objetivos salvar de la quiebra sus inversiones descargando el precio de la crisis sobre la clase obrera y las pequeñas y medianas economías. Pinedo trató de justificar posteriormente esta política diciendo que: “(…) en vez de quedar un tendal de víctimas clamando entre las ruinas del sistema bancario como pasó en crisis anteriores, se salió de aquel cataclismo (…) con el país en condiciones de desenvolverse en el mundo moderno” (Pinedo: 1961, 17).
Los ingresos del Estado en la década se habían desequilibrado, como consecuencia de la brusca caída de la recaudación de los impuestos de la Aduana y la ausencia de los créditos extranjeros. Situación agravada porque la Argentina se negó a suspender los pagos de la deuda externa. Para subsanar este desequilibrio, se aprobó un impuesto interno a las ganancias y se crearon instituciones de contralor como el Banco Central de la República Argentina (1935)[23] -creado por el economista Raúl Prebisch-[24], y el Instituto Movilizador de Inversiones Bancarias (1939).
Por último, otra forma de intervención estatal durante la presidencia de Justo fue la implementación de un plan de obras públicas, dirigidas a la construcción de rutas y caminos en todo el país bajo la oficina de Vialidad Nacional[25]. Esta medida apuntaba a generar fuentes de empleo y, lograr un aumento del consumo.
Entre 1933 y 1937, las medidas de intervención implementadas por el Estado, y la mejoría de la coyuntura mundial, mejoraron las condiciones de la economía argentina. Pero hacia 1938 cambió el escenario mundial[26]. La guerra desató la polémica entre pro aliados y neutralistas (con simpatías hacia Alemania), y tuvo un giro con la muerte de Ortiz y el ascenso de Castillo, más asociado al neutralismo que designó un gabinete favorable a la causa aliada, con Pinedo, nuevamente en el Ministerio de Hacienda.
En 1940 Pinedo, siguiendo la misma línea intervencionista de su ministerio anterior, presentó al Congreso un plan sistemático de medidas industriales, porque sostenía que: “la vida económica del país gira alrededor de una gran rueda maestra que es el comercio exportador. Nosotros estamos en condiciones de crear, al lado de ese mecanismo, unas ruedas menores, -la industria nacional- que permita cierta circulación de la riqueza económica, la suma de las cuales mantenga el nivel de vida del pueblo a cierta altura” (Citado en Pinedo, 1940).
El Plan de Reactivación Económica de Pinedo, propuso tres objetivos: a) insistir en la compra de las cosechas por parte del Estado, para sostener el precio de las mismas; b) estimular la construcción pública y privada, por su efecto multiplicador sobre muchas otras actividades de la economía; e c) incentivar la producción industrial.
Pinedo advirtió claramente el problema de una economía excesivamente cerrada en sí misma y propuso estimular las llamadas "industrias naturales", que elaboraran materias primas locales y las exportasen a mercados tales como los países vecinos y Estados Unidos. La política propuesta implicaba un realineamiento de la política internacional con un acercamiento a Estados Unidos, que emergía como potencia hegemónica y la fuente principal de la inversión extranjera en sectores de expansión, como la automotriz y el químico. En este sentido, subsistía la postura tradicional de desarrollo subordinado a la potencia hegemónica. Sólo se trataba de cambiar el referente dado el nuevo escenario internacional. Sin embargo, los años de la guerra tuvieron un efecto contradictorio sobre el desarrollo de la economía argentina. Por un lado, restringieron severamente las importaciones, proporcionando nuevos estímulos a la sustitución de importaciones. Pero a la vez, entorpecieron el proceso de capitalización, al suspender las importaciones de maquinarias y equipos que eran indispensables para la expansión de la capacidad instalada de la industria y su diversificación (Ferrer: 2004, 224 y 225).
El plan tuvo la oposición tanto de los sectores agrarios conservadores, que temían las represalias británicas, como del radicalismo, que había pasado a una fuerte oposición hacia el gobierno de Castillo. La estrategia fracasó, sin embargo, fue un antecedente importante de los planes de industrialistas que caracterizarían las políticas económicas de posguerra.
A principios de 1940 estaba instalada la discusión sobre la estrategia de desarrollo que reemplazaría a la de los cereales y los ferrocarriles como pilares de la estructura económica argentina, a través de una política de desarrollo industrial[27]. Hasta entonces, el desarrollo industrial se limitaba a los frigoríficos, molinos, ingenios, bodegas y otras industrias subsidiarias de las actividades primarias.
Frente a estos cambios en la economía mundial, los grandes terratenientes y comerciantes exportadores, nucleados en la Sociedad Rural Argentina (SRA), y los grupos industrialistas, asociados en la Unión Industrial Argentina (UIA), terminaron por coincidir en el desarrollo de la actividad industrial como una solución para los problemas de la economía argentina.
El derrumbe del comercio exterior fue la principal causa del salto adelante del desarrollo industrial en los años 30. Las políticas de gobierno, sobre todo de control de cambios, garantizaron que la crisis de las exportaciones se tradujera en una caída no menor de las importaciones. Esa restricción de la competencia externa en los productos manufacturados generó lo que se llamaría una “industrialización por sustitución de importaciones”, de los que ya no entraban al país. Mientras que las actividades más ligadas a la exportación disminuyeron o crecieron con lentitud, las ramas que competían con las importaciones y fueron sustituyéndolas, resultaron las más dinámicas. Los tejidos de algodón, los neumáticos y la extracción y refinamiento de petróleo, fueron las de mayor expansión. También creció la elaboración de algunos alimentos que antes se importaban, como las conservas de frutas, los tomates y los aceites comestibles (Gerchunoff y Llach: 1998, 142 y 143).
El crecimiento industrial se relacionó con la instalación en el país de empresas norteamericanas. El fenómeno no era nuevo: ya a principios del siglo XX se habían instalado frigoríficos de capitales estadounidenses. La tendencia aumentó durante la década de 1920[28] (Korol: 2001, 41). Durante la crisis, el sistema discriminatorio de cambios y los privilegios arancelarios para los productos británicos favorecieron la producción de artículos que competían con los norteamericanos, debido a que las importaciones de ese origen resultaron perjudicadas. Esto llevó a que muchas empresas de origen estadounidense, decidieran saltar las barreras aduaneras y cambiarias, e instalarse en la Argentina. Entre 1931 y 1943, se establecieron más de 100 empresas norteamericanas: Philco, Goodyear, Firestone, Johnson & Johnson y Pons, entre otras.
Como puede verse en el siguiente Cuadro, el mayor crecimiento de la producción industrial se produjo hacia fines de la década del 30. Si se dejan de lado los valores correspondientes a productos del caucho, y las maquinarias y artefactos eléctricos -cuyo crecimiento parte de una base prácticamente existente-, se puede observar que los productos textiles, los metálicos y el petróleo y sus derivados, eran los que lideraban el crecimiento. El procesamiento de alimentos y bebidas, que incluye las ramas más tradiciones de las industrias de exportación, creció a tasas menores.
Cuadro
Crecimiento anual medio de la producción industrial argentina
Fuente: Díaz, Alejandro (1975), p. 220.
La presencia del capital extranjero del periodo, superaba el 50% del capital invertido en la industria, lo que implicó la existencia de un nuevo actor que el gobierno debía tomar en cuenta en el diseño e implementación de sus políticas y en especial, en el acceso a las divisas que permitieran la provisión de insumos.
El producto del crecimiento industrial comenzó a tener como destino principal el mercado interno. La importancia de ese mercado también creció para los productos agropecuarios, en la medida que aumentaba la población urbana y por lo tanto, disminuían las exportaciones de ese sector de la economía, cuya producción había comenzado un proceso de estancamiento que se reflejaba en su participación en el Producto Bruto Interno (PBI), (Korol: 2001, 42).
En 1943, por primera vez, el valor de la producción industrial había superado el de la tradicional producción agropecuaria[29]. El cambio fundamental de la estructura económica hacia la industrialización, que venía desarrollándose desde 1935, y que se aceleró desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, se verificó también en las exportaciones argentinas: el 20% eran de tipo industrial, especialmente productos textiles, químicos y medicinales (Luna: 1984, 33).
El crecimiento industrial fue causa y consecuencia de un acentuado proceso de urbanización. La crisis del sector agropecuario expulsó a trabajadores rurales a las ciudades. El Gran Buenos Aires recibió a las industrias que escapaban de la saturación de la Capital y a sus operarios, muchos nacidos en el interior. Paralelamente, la industrialización promovió cambios en el mundo de los trabajadores y en el movimiento obrero. Un nuevo proletariado industrial, iba sustituyendo a los extranjeros y a sus hijos, que mientras tanto, se iban transformando en empleados, profesionales y pequeños y medianos comerciantes e industriales.
El crecimiento demográfico y los cambios de la estructura social. Evolución del movimiento obrero.
La crisis económica internacional frenó la inmigración europea, uno de los fenómenos sociales más importantes durante las décadas anteriores. La caída de los saldos inmigratorios fue abrupta desde 1930[30]. Las preocupaciones por la creciente desocupación, implicaron disposiciones migratorias para desalentar la inmigración, a través de la vía administrativa y la de las obstáculos burocráticos.
En diciembre de 1930 el gobierno de Uriburu dictó un decreto que iniciaba una política selectiva en materia de inmigración, y obligaba a los inmigrantes a pagar un arancel por el visado de sus certificados de buena conducta y salud. Al año siguiente, se eximía del pago de los derechos consulares a los inmigrantes que viniesen como colonos agrícolas. En 1932, en un momento crítico de la desocupación -más de 300.000 desocupados-, el gobierno de Justo dictó el decreto de “Defensa de los Trabajadores Argentinos”, que ordenaba la suspensión de los permisos de desembarco y de los visados de los documentos de los inmigrantes que no tuviesen ocupación garantizada. La inmigración quedaba permitida sólo a quienes fueran parientes en línea directa, de extranjeros ya radicados en el país, siempre que se acreditara solvencia y buena conducta, y se comprometieran a costear su subsistencia. Persistía el “mito del país agrario civilizador original” (Devoto: 2003, 361 y 362).
A partir de 1936, se produce un cambio en las normas que restringían la inmigración. Un decreto espesaba que “las circunstancias actuales exigen extremar las medidas de control y vigilancia del movimiento de pasajeros con destino al país, tendientes a evitar infiltraciones de elementos que pudieran construir un peligro para la salud física o moral de nuestra población o conspiren contra la estabilidad de las instituciones creadas por la Constitución Nacional”. En 1938, el presidente Ortiz estableció dos decretos con restricciones aún más severas a la inmigración. Por el primero, se procuraba “reprimir el ingreso clandestino de refugiados -mayoritariamente judíos centroeuropeos- procedentes de la Europa nazi, que lograban entrar a la Argentina vía Uruguay y Brasil”. El otro decreto, complementario, se fundamentaba en la necesidad de restringir la inmigración en función de la desocupación y la caída de la producción agrícola del país. Se produjo así un giro toral de la política inmigratoria argentina, al instituir restricciones legales y un sistema de contralor policial y administrativo a la inmigración. Más que a ciertas minorías étnicas, la política migratoria resultó más dura hacia los inmigrantes políticos de ideas de izquierda o comunistas, considerados “indeseables” (Senkman: 1991).
Al mismo tiempo, la industrialización por sustitución de importaciones, que se aceleró hacia 1934, reclamó mano de obra, circunstancia que alentó las migraciones internas. El intervencionismo de Estado durante la década del 30 no contempló la protección a los sectores más bajos de la población. Todas las medidas puestas en práctica estuvieron destinadas a amortiguar los efectos de la crisis mundial en las clases adineradas como los productores del campo, mientras que los trabajadores rurales sufrieron las consecuencias de la baja de los productos agrícolas. Muchos arrendatarios y pequeños productores se fundieron y comenzaron a migrar a las ciudades. Mientras que los trabajadores urbanos –sobre todo, en los centros industriales de Buenos Aires y Rosario- se vieron afectados por la ola de despidos y la reducción de salarios u horas de trabajo, para evitar despidos masivos. Los socialistas admitieron sobre la crítica situación de la clase trabajadora (ver Anexo, doc. 3).
El fenómeno de las migraciones internas, generó un importante desplazamiento hacia la región metropolitana, lo que luego se llamó el Gran Buenos Aires[31], sin posibilidades de reabsorción espontánea.
Con la migración de familias empobrecidas del campo a la ciudad, se fueron formando las primeras villas miseria, y la instalación de “ollas populares” (ver Anexo, doc. 4), en algunas zonas de la capital y de otras ciudades. “Villa Desocupación” de Puerto Nuevo, fue un exponente de la intensidad que alcanzaba la crisis en la ciudad. La visita de un periodista describía “a un grupo de tres a seis personas, arropadas hasta las orejas, inclinadas sobre el fuego, fumando o tomando mate”. Situaciones similares se repitieron “en el grupo de 300 chozas”[32] (“La Protesta”, 20/4/1932). En el campo se repitieron escenas parecidas. El fenómeno de vagabundos o “linyeras”. Los llamados “crotos” iban de uno a otro establecimiento rural, carneando animales y dejando sus cueros tendidos en los alambres.
En este contexto, entidades privadas y sectores políticos aportaron medidas para la solucionar los problemas originados por la desocupación. Se instalaron ollas populares, se efectuaron repartos de víveres, y se proyectaron obras para que los desocupados ganaran un sustento. La Confederación Argentina del Comercio, la Industria y la Producción (CACIP), elevó a la Cámara de Diputados a fines de 1932, un plan de obras públicas que requería del estímulo a la actividad privada. Por su parte, el gobierno conservador, creó en 1934 la Junta Nacional para Combatir la Desocupación, integrada por diez miembros, con representantes de la Sociedad Rural Argentina, la Unión Industrial Argentina y la Confederación General del Trabajo. La Junta planificó obras que nunca realizó, costeó el viaje y la comida durante el viaje de braceros para las cosechas de maíz y algodón y asistió a desocupados en un albergue oficial ubicado en Puerto Nuevo (Rapoport: 2005, 241).
Sin embargo, las acciones llevadas a cabo, tanto por sectores privados como por el gobierno, sólo constituyeron paliativos. La solución definitiva a los problemas generados por la crisis provino de la lenta recuperación económica iniciados a mediados de la década 30.
La clase media también fue afectada por la crisis. A comienzos de la década del 30, las cesantías en el sector público y los despidos en la actividad privada dejaron sin empleo a numerosos funcionarios, profesionales y empleados. La reducción de los sueldos estatales, resultado de los recortes presupuestarios, afectó a los empleados y jubilados. La presión impositiva –mantenida en los niveles previos a la crisis y en momentos de caída de las ventas y de los ingresos- castigó a los pequeños comerciantes e industriales y, en general, a los pequeños propietarios. Por ora parte, los atrasos en los pagos de los sueldos docentes y de las pensiones a los jubilados fueron una constante a lo largo del periodo (Rapoport: 2005, 242).
En el sector rural, la baja de los precios afectó a los productores. Los arrendatarios y los colonos hipotecados, tuvieron dificultades para pagar las cuotas de arrendamiento e hipotecas. Desde entonces disminuyó la posibilidad del ascenso social y, gradualmente, la clase media rural, pasó a formar parte de la clase de asalariados urbanos, ocupados en trabajos administrativos o desarrollando tareas profesionales, alejadas de las actividades económicas independientes.
Si bien, el crecimiento demográfico en las ciudades colapsó la infraestructura urbana, éstas se caracterizaron por su dinamismo. La vida urbana presentaba características atractivas: los barrios, que surgieron alrededor de las fábricas, se convirtieron en espacios de sociabilidad de trabajadores; se crearon nuevas instituciones como la sociedad de fomento, los clubes deportivos y sociales, que se entrelazaban con las asociaciones ya existentes -colectividades de extranjeros o las instituciones sociales y culturales promovidas por los socialistas y anarquista-.
Por otro lado, a lo largo de la década del 30, el despoblamiento rural llegó a convertirse en una seria preocupación entre funcionarios del estado nacional y de las provincias, y algunos dirigentes políticos. En el escenario porteño, se trataba de un movimiento que tendría gran impacto social.
Durante los años treinta el movimiento obrero cambió con rapidez y el escenario de las organizaciones obreras se modificó profundamente. Setiembre de 1930 fue un mes importante para el movimiento obrero sindicalizado en la Argentina, porque tuvo lugar un cambio fundamental de gobierno y porque la mayoría de las facciones sindicales se unieron (Baily: 1984, 61 y 61).
Hacia 1930, en el movimiento obrero se diferenciaban dos sectores. Uno, el sector apolítico, se apoyaba en los sindicatos, no creía en la eficacia de los partidos obreros y estaba representado por la Unión Sindical Argentina (USA) -sindicalista revolucionaria- y la FORA (anarquista). El otro, el sector político, sostenía la necesidad de organizar partidos obreros para luchar por la defensa de los intereses de los trabajadores, y estaban representados por la Confederación Obrera Argentina (COA)[33] –socialista- y la CUSA -comunista-.
El golpe militar y la dura represión del gobierno de Uriburu a las organizaciones obreras, planteó la urgencia de unificar el movimiento obrero. En 1930 la COA y la USA se unificaron en la Confederación General del Trabajo (CGT). La idea era que la CGT se mantuviera independiente de los partidos políticos y no permitiera que éstos interfirieran en su funcionamiento.
En los primeros años de la década del 30, el movimiento sindical –exceptuando a los ferroviarios y tranviarios, los obreros municipales y los empleados de comercio-, sólo enrolaba en sus filas una minoría. Mientras que los obreros de la carne o del azúcar, no tenían una organización sólida, y los sindicatos rurales contaban con pocos adherentes. Por entonces, el anarquismo había disminuido su influencia y liderazgo sindical.
A partir de 1934 las huelgas fueron más frecuentes[34]. El aumento de la protesta sindical fue correlativo al crecimiento industrial. Los gobiernos conservadores alternaron dos tipos de solución. Por un lado, continuaron con la persecución política y sindical, dirigida a los huelguistas aglutinados en sindicatos comunistas que fueron reprimidos por la policía, por sus patrones y por bandas civiles armadas. Por otro lado, comenzaron a practicar una política de intervencionismo social que luego se extendió a lo largo de la década, hasta 1943. Por medio del Departamento Nacional del Trabajo, comenzaron a establecer contactos con los dirigentes de los sindicatos más moderados, a la vez que el Estado intervino como árbitro o mediador en los conflictos entre patrones y obreros, en particular en los conflictos de portuarios y ferroviarios, que podrían afectar las exportaciones. Sus intervenciones buscaban la institucionalización de los conflictos sociales para neutralizar la capacidad de lucha del movimiento obrero[35].
La actividad huelguística descendió entre 1938 y 1941 con el deterioro de la situación económica. Los salarios reales experimentaron un leve crecimiento, pero la desocupación aumentó con el estallido de la guerra. Se paralizaron las importaciones de automotores y de caucho, disminuyendo con esto las actividades de algunos sectores de la producción, que se vio reflejado en los índices de ocupación en 1940. Mientras que el mayor número de desocupados se produjo en el sector agrícola, como consecuencia de la caída de los precios agrícolas en 1938 y el cierre de mercados europeos a raíz de la guerra.
En cuanto a las organizaciones obreras, en 1935, mediante una maniobra burocrática, denominada “golpe de Estado sindical”, los socialistas desplazaron a los sindicalistas de la conducción de la CGT. En 1936, ingresaron a la CGT los sindicatos comunistas, y a instancias de los dirigentes socialistas y anarquistas, el Congreso Constituyente de la CGT estableció el estatuto por ramas industriales en reemplazo del antiguo sindicalismo por oficio.
En marzo de 1943, se produjo la ruptura de la central obrera en dos grandes centrales sindicales. La CGT “Número 1”, de tendencia “neosindicalista”, reunía en sus filas a la Unión Ferroviaria y a los tranviarios, entre los sindicatos importantes. La CGT “Número 2”, compuesta por sindicatos socialistas y comunistas, convocaba a La Fraternidad, la Unión Obreros Municipales y la Federación de Empleados de Comercio. Junto a estas dos centrales se encontraban la Unión sindical Argentina (USA) -reducto de los sindicalistas desplazados en 1935-, los gremios autónomos y la marginal FORA anarquista.
Así, al estallar el golpe de 1943, el nuevo gobierno militar se benefició con la división en la conducción del movimiento obrero.
Algunas consideraciones finales
La vida política quedó profundamente afectada por las crisis externas. Al mismo tiempo, que el golpe de 1930 interrumpió la democracia constitucional, representada por el gobierno radical, para instalar, primero la dictadura de Uriburu y luego, un régimen formalmente constitucional pero viciado en su legitimidad por el fraude electoral. La falta de legitimidad de los gobiernos, sería propulsada por un militarismo cada vez más agresivo, con un poder basado en un autoasignado derecho a tutelar la nación, considerada por las fuerzas armadas incapaz de valerse por sí misma.
La crisis económica mundial de 1929-1933 golpeó fuertemente a la economía argentina. País esencialmente exportador sufrió la baja en el precio de los productos agropecuarios. Sin embargo, la restricción del comercio mundial y la consecuente reducción de las importaciones, favoreció a la industria nacional que, una vez superados los años de máxima depresión, comenzó a experimentar un apreciable repunte. El desarrollo correspondió a la industria liviana sustitutiva de importaciones. Crecimiento que se operó a partir de mediados de los años 30 hasta completarse y debilitarse como proceso sustitutivo en los años 50, haciendo imprescindible en ese momento el desarrollo de las industrias básicas.
Demográficamente, 1930 sería un punto de inflexión definitivo en la corriente inmigratoria. Los núcleos urbanos se expandirían con las migraciones internas de las provincias del norte y de las zonas rurales pampeanas. Sin embargo, el reemplazo poblacional sería paulatino y en los sindicatos de trabajadores, convivirían los obreros “viejos”, de origen inmigrante, con los obreros “nuevos”, migrantes internos.
Desde el punto de vista social, se trató de una época de grandes penurias para los sectores populares. La desocupación y los niveles salariales deprimidos provocaron el empobrecimiento y la pérdida de expectativas en los grandes sectores de la población. El intervencionismo estatal en los años 30 fue asumido como una salida de compromiso ante una situación adversa, pero no tuvo en ningún momento una perspectiva de largo plazo. Tampoco la acción estatal estuvo orientada hacia una participación social del Estado, que tendiera a mejorar la condición de los sectores más sumergidos. En este sentido, la política económica estuvo en consonancia con un régimen que excluía de la participación política y condenaba a la miseria a las grandes mayorías del país.
En cuanto al movimiento obrero, la crisis económica que debilitaría a los sindicatos, unificó los diferentes sectores gremiales en la CGT. La recuperación económica a partir de 1935 permitió un resurgimiento de la actividad sindical, que obtuvo cierto reconocimiento por parte del sistema político dominante, aunque tropezó con la creciente influencia económica que tenía este actor social.
Finalmente, frente a la debilidad de los gobiernos de la Concordancia, el 4 de junio de 1943, los militares tomaron el poder con el golpe llevado a cabo por el Grupo de Oficiales Unidos (GOU). De este gobierno militar habrá de surgir el líder político más importante de la Argentina del siglo XX: Juan Domingo Perón.