Espacio personal

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Normalmente, existía un espacio personal presupuesto a cada sujeto. Una invisible línea marcada por patrones adquiridos en —y a través de— un grupo social, más o menos igual. Cruzar esos límites no sólo era maleducado, sino que también podía llegar a ser violento. El trato y la confianza entre individuos solía amenizar esa distancia y, dependiendo de la especificación de dicha relación, el espacio personal se consumía por niveles.

También había que notar que la realidad social de cada género cambiaba las «relaciones espaciales» de los individuos. Era evidente que las chicas, entre ellas, se abrazaban en público sin formar, necesariamente, parte de una relación amorosa. En cambio, podía llegar a ser incómodo que dos chicos lo hicieran —sin darse un par de viriles palmadas en la espalda—. Más extraño, que dos personas del género contrario, al cruzar su espacio personal sin problema, no fueran consideradas pareja.

Midoriya tenía todo eso en cuenta. Podía discernir los datos uniendo los caracteres de la realidad hasta hacerla legible a su conocimiento. Y, aun así, no podía atar los cabos que explicaran lo que acababa de presenciar. El modo en el que las circunstancias se habían desarrollado escapaba a su comprensión. Más ilógico era cómo había salido vivo de esta.

Todo comenzó como una tarde cualquiera, en verdad.

Él y Asui regresaban de la sala de estudio más temprano de lo habitual, pues a ella le había empezado a dar migraña. Una vez acompañó a su amiga a su habitación, Asui le pidió el favor de subirle unas tostadas con aguacate y una aspirina de la cocina. El muchacho no puso pegas ningunas, siempre dispuesto a ayudar a todos cuanto lo necesitaran.

Primero, oyó una risita familiar desde el pasillo. Antes de entrar a la cocina, Midoriya reconoció la dulce y alegre voz de Uraraka.

Desde hacía unos meses, su amiga se había vuelto evasiva con las sesiones de estudio que solían organizar Iida, Todoroki, Asui y él mismo. Era complicado encontrarla desocupada entre cursos, asignaturas y entrenamientos. En cuanto a los findes... Un rumor corría por las bocas de la residencia de 1º A. Según este, Uraraka continuaba en el edificio, solo que no dormía en su cuarto. Lo cual era, a decir verdad, una tontería. De ser así, sus amigos lo sabrían, ¿no? ¿Y por qué dormiría en otra habitación en secreto?

Lógicamente, Midoriya había decidido no hacer caso a tales suposiciones, pues consideraba que su relación con la aludida era sana. Si había algo de verdad en las sugerencias de algunos compañeros, él lo sabría.

Así también, recordó que Uraraka le había asegurado que esta tarde le tocaba entrenamiento intenso y que, probablemente, hasta mañana no le vería el pelo. El joven pensó que algo habría surgido, pues, evidentemente, estaba en la cocina con alguien.

Iba a saludar. Nada fuera de lo común en una circunstancia tan simple. No obstante, lo interrumpió el grito del último ser que esperaba encontrar con ella: Bakugou Katsuki.

—¡Oi! ¡No metas tus sucias manos ahí, Cara bollo!

Otra melodiosa carcajada siguió a la orden de Bakugou. El rubio sujetaba la olla con ambas manos. La había separado del fuego para impedir a Uraraka, cuya sonrisa se presentaba más traviesa que inocente, probar la comida. Llevaba puesto aquel pijama rosa con ranas verdes que le avergonzaba usar en las acampadas o viajes, con los tres primeros botones del pecho desabrochados. Los años habían resuelto la prenda demasiado estrecha: crecieron músculos y curvas elegantemente. Así, contrastaba lo infantil del pijama con la seductora figura de Uraraka.

El cuerpo de la aludida se estiraba sobre el de Bakugou, intentando alcanzar el tan ansiado plato que estaba cocinando. Este, apenas sonrojado en comparación con lo que Midoriya esperaría de él, la reprimía con gruñidos y muecas de irritación. También llevaba el pijama, mucho más simple: pantalones verdes oscuro y una camiseta negra básica.

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