Bakugou no hubiera podido situar en qué momento las cosas entre ellos se habían convertido en esto.
—¡Llevas ahogado el motor! Me cago en la hostia, Mofletes, lo vas a reventar. ¡Que metas cuarta de una vez!
—Katsuki—carraspeó con cierto énfasis Uraraka, haciendo un soberano esfuerzo por mantener la calma—, tengo el carné por algo.
—Sí, porque lo repartían en la feria ese día.
Tenía el brazo apoyado en el respaldo del asiento del conductor, cerca de la nuca de la joven. El otro estaba en la ventanilla, por donde se colaba el suspiro del otoño y el olor a neumático quemado de la autovía. Bakugou comprobaba, a través de sus gafas de sol, la manecilla del velocímetro, la posición de las tentativas piernas de Uraraka, los movimientos del Ford dándoles por culo desde hacía diez kilómetros, los labios pintados de ella —dos cerezas partidas—, las penosas nubes que ni huevos le echaban para llover —se limitaban a obstruir de vez en cuando el sol; serán mariconas—.
—Bueno, ¿y qué si necesito práctica? Para eso estás aquí, ¿no?
Lo cierto era que ni siquiera él sabía qué carajo hacía allí. Apenas habían pasado quince días desde que Midoriya acabó poniendo en duda todo el sustento de su relación con Uraraka. Apenas quince días desde que se encerró en su cuarto y se enfrentó a su reflejo, sufriendo una crisis digna de un cuadro de Egon Schiele. Apenas quince días desde que, sin pretenderlo, la rehuyera por todas partes como un cobarde.
—Esto no está pagado—gruñó, antes de posar su mano derecha sobre la marcha para cambiar a cuarta. —Dale al embrague.
La conductora no lo cuestionó esta vez. Puede que fuera el suave, ronco susurro que Bakugou pronunció. O la cercanía de su cuerpo. O, quizá, el calor de su mano sobre la suya en la marcha, grande, áspera, segura. Lo importante era que la colmó de una meliflua sensación.
Tras obedecer, notó cómo el coche dejó de vibrar tan bruscamente. Suspiró aliviada.
—Oh. Así que era eso.
De reojo, repasó el modo en el que el rubio volvía a recostarse en el asiento del copiloto, junto a la ventana. Qué sexy, pensó Uraraka, cuando está tan concentrado en la carretera. Aunque quizá debería ser yo la que la mirara, y no él. Maldita sea, ¿cómo es que a Momo se le da tan bien conducir y yo soy tan manca? Si no es tan difícil, joder.
La castaña volvió la vista al retrovisor para panear la situación, observó los espejos laterales y repasó la distancia entre aquellos coches y el de sus padres.
En otro orden de cosas, el vago tacto de los dedos de Bakugou sobre su hombro le proporcionaba una especie de confianza secreta. Agradeció a su yo del pasado haberse puesto el jersey con escote de barco.
—Pues claro que era eso—respondió, como abstraído.
Apenas cinco días desde que Uraraka se plantó en la puerta de su dormitorio con los ojos llorosos y dispuesta a tener sexo con él. No es menester decir que eran las tres de la madrugada.
Y por supuesto que Bakugou la dejó entrar.
—Tu coche es automático. ¿Cómo sabes estas cosas?
—El de mi padre es el automático. Ni el mío ni el de mi madre lo son—. A causa de la carcajada que soltó Uraraka, él le espetó: —¿De qué coño te ríes?
—Es que has sonado... ofendido. Como si llevar uno automático fuera, no sé, de menos hombres.
—Si te acabo de decir que mi madre lleva uno de verdad.
Y la loca del coño conducía bastante bien; tenía que admitírselo.
—Ah, vale. Que los automáticos son de mentira. Me queda claro—volvió a reírse ella.
Era musical escucharla. No como cuando lloraba. Aquello le partía el pecho en dos. Lo había descubierto hace apenas diez días.
—Ya hay que ser subnormal para no saber cuándo cambiar de marcha y necesitar que el coche tenga que decírtelo.
—¿Disculpa?—Su enfado era juguetón. —No todos hemos nacido sabiendo, como tú.
—No es culpa mía que seáis una panda de extras.
Un cómodo silencio siguió a la siguiente risita de Uraraka. Los dedos de Bakugou continuaron su recorrido hasta las puntas de su pelo castaño. Apenas habían pasado ocho días desde que pensó que jamás volvería a sentir sus mechones de miel así, murmurándole delicias a las yemas.
¿Cómo había cambiado todo tanto? Ella simplemente le propuso presentarlo a sus padres. Y como un campeón, él le había dicho que sí —antes de llamar a Kirishima, con los huevos en la garganta, para preguntarle qué capullo significaba eso—.
—Pues dame pan y dime tonto. Si pudiera, yo me compraba uno de esos.
—¿Por qué no pides una paga al Estado por subnormal? A lo mejor, hasta te lo compran ellos.
La boca de ella se abrió de par en par, atónita. No podía creerse que acabara de decir eso. Se sintió francamente culpable por reírse. Y, siendo sincera, ya le dolía el abdomen de ello.
—Bebé, es como si te enfadas con el GPS porque hace el trabajo del mapa.
—¿Qué acabas de llamarme?
—O con el despertador.
—No es lo mism-...
—O con el aspirador automático.
—¡Que no tiene nada que ver, coño!
—¿Sabes? Creo que eres un señor de ochenta años encerrado en el cuerpo de un chico de veinte. Lo cual te convierte en un pederasta por acostarte conmigo.
Bakugou no pudo evitar la mueca de sus labios, amagando una sonrisa pícara.
—Eres legalmente mayor de edad, así que, a no ser que me hayas mentido con eso...
—O sea, ¡que no desmientes tener ochenta años!
—¡Tus muertos, Mejillas!
—Yo también te quiero.
Apenas dos días desde que le estrechó la mano a su padre, presentándose a sí mismo con un título que sonaba jodidamente bien: 'la pareja de Ochako'.
Puede que Midoriya no mereciera la muerte, después de todo.
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Espacio personal
Fiksi PenggemarMidoriya sólo bajaba a la cocina a por una aspirina. No se esperaba encontrar ese panorama, pero ahora no puede dejar de mirar.