Tonteo

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A decir verdad, Uraraka no sabía muy bien qué rollo llevaba con Bakugou.

En su momento, lo achacó a su atractivo: era tontería fingir que su excelente forma física, su sobresaliente inteligencia y su obscena grosería no llamaban la atención. Sí, un topicazo de «bad boy» que solo puede gustar a las crías de quince años. De ahí que se repitiera a sí misma, entre avergonzada y grave, que «Ni te rayes, Ochako. Son las hormonas».

Luego, creyó que era el pique. Un pique adictivo. Para Bakugou, cada aspecto de su vida era una competición en la que demostrar su soberanía, cosa que enfurecía y alentaba a Uraraka a partes iguales. Sin ser muy consciente de ello, se encontró persiguiendo superar al explosivo muchacho en todo. Concentró sus esfuerzos en alcanzar los primeros puestos en las evaluaciones y en el combate cuerpo a cuerpo. No se trataba de llamar su atención, eso lo tenía claro. La idea era convencerse a sí misma de que podía ser mejor que el arrogante, popular y prometedor Bakugou Katsuki. Le importaba tres capullos —unidad de medida irrefutable y tan válida como cualquier otra— que se fijara en ella por eso. Pensándolo más detenidamente: cuanto más lejos tuviera a ese bruto, mejor.

—Eh, tú. La de la cara bollo.

Pero el bruto tenía otros planes. Empezando por plantarse en el aula que le tocaba limpiar —apoyado en el marco de la puerta y con una expresión neutral— e insultarla. Porque sí, sabes.

—¿Qué me has llamado?—cuestionó Uraraka; incrédula y ofendida. Será gilipollas, pensó.

—Lo que sea—respondió él, poniendo los ojos en blanco con impaciencia. No, si encima de insultarme, se pone digno. —Vente a entrenar al gimnasio esta tarde.

La muchacha estaba segura de no haber escuchado bien. Bakugou debió de leerlo en su rostro, pues añadió:

—Te veo a las siete en la puerta. Te lo advierto: no me hagas esperar—puso énfasis en la palabra, como si la mera idea lo enfureciera sin límites. —Ah, y ya puedes dejar de poner esa cara de retrasada, que sin esforzarte también la clavas.

Dicho esto, el rubio se marchó. Ella se quedó demasiado atónita como para contestar. Solo pudo observar su musculosa espalda —atalaya de alientos y rosales— mientras se alejaba por el pasillo. Dios había sido muy injusto con su reparto.

Uraraka estuvo tentada a no asistir a la quedada. De verdad que sí. No obstante, más tentador era entrar en el juego y vencer al rey. Eso sí que aplastaría su orgullo de homosexual reprimido —como lo calificaba Todoroki—. Pero, para su sorpresa, su victoria en el gimnasio solo ocasionó una obsesión.

Vale, quizá obsesión era una palabra muy fuerte. Simplemente, se encontró buscándole por todos lados: en clase, en el patio, en el salón, en la cocina, en la cantina, en el gimnasio, en la biblioteca. Luego, comenzó a estudiar el perfil de su mandíbula con especial atención —sobre todo, cuando su mal genio estaba a punto de estallar— y la composición de sus labios acaramelados. La gravedad de su voz. Sus ojos escarlatas, espejos de un fuego que ni él mismo era capaz de contener. El cabello dorado, brillante, siempre con un volumen francamente envidiable. Un rostro simétrico y seductor, como su espalda cargada de relieves y dunas y tentación. Cada uno de sus movimientos lo obligaba a flexionarse de un modo distinto, estirando y encogiendo músculos.

Puede que hubiera repasado ese cuerpo de adonis mentalmente. Con regularidad. Antes de dormir. Pero que conste que sin mala fe. Bueno, se llegó a sentir una puta stalker —que no es lo mismo que obsesionada, ¿verdad?—. Ni siquiera el «Deku-crush» le pegó tan fuerte. Y mira que le daba por flotar si pensaba en el obtuso Midoriya.

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