La literatura de Osamu Dazai, a pesar de ser un pilar fundamental en la cultura de su país, no apasionaba en demasía a Bakugou Katsuki. Al menos, no hasta que se cruzó con esa brillante conclusión:
«Pese a que temía tanto a la gente, al parecer era incapaz de renunciar a ella».
Aunque estaba seguro de que él no le tenía miedo a los idiotas que lo rodeaban, en cierto modo, tampoco podía admitir lo contrario. Lo enfurecía sin límite el mero pensamiento de que un villano le hiciera a alguno de ellos lo mismo que a él —lo secuestraron y manipularon, le arrojaron a la asfixiante prensa y, años después, debía seguir asistiendo al psicólogo, quisiera o no—.
Y puede que lo aterrara perder a esos idiotas. Eran sus idiotas, al fin y al cabo.
Había que sumar, y ello era el verdadero núcleo de su reflexión, que no había sido consciente de lo mucho que necesitaba a las personas hasta entonces. Sin importar que hubiera trabajado durante toda su vida para construirse a sí mismo como el mejor héroe —alguien que no necesitara a nadie, sino que fuera necesitado por todos—, de poco servía ese esfuerzo sin gente a la que salvar. Puede que pareciera obvio. Maldita sea, por supuesto que lo era. Y, aún así, no se había percatado de lo sumergido que había estado en sí mismo.
Leer aquel pensamiento de Dazai fue como pulsar un interruptor. Y la luz que desprendía la bombilla era la viva imagen de cierta persona. La misma persona que, precisamente ahora, lo estaba poniendo de los nervios.
—¡Vamos! ¡Empújame!—pidió Uraraka desde el interior del carrito de la compra, aún vacío, y moviendo de un lado a otro la dirección. Sus grandes ojos, dos luceros de moca, refulgían bajo la iluminación estéril del supermercado.
—¡¿Te quieres estar quieta, palurda?! Le voy a dar a los estantes si no dejas de menear tu culo gordo.
La voz de Bakugou emergía impaciente y cabreada, contrastando con el sonrojo de sus mejillas. Trataba de ignorar el antojo de la idiota de cierta persona y a la señora del pasillo tres —que murmuraba para sí con absoluta desaprobación: «Menuda gentuza la del curso de héroes. Dios nos libre de lo que nos traigan»—. Al mismo tiempo, intentaba descifrar la letra de Kirsihima, pues se ofreció él para redactar la lista de la compra.
¿Qué carajo pone ahí? ¿Guacamoles o caramelos? Menudo inútil. A este lo enseño yo a escribir a hostias.
—Katsukiiiiiiiiiiii, por faaaaaaaaaaaaa—se quejó Uraraka.
Le devolvió la atención a sus pucheros y se preguntó cómo coño había llegado a esto. Si se detenía a analizar la situación, era absurdo. En primer lugar, él no tenía ni por qué estar allí. Habían pasado años desde la última vez que celebró Halloween. Y no sería nada nuevo que los capullos de sus amigos intentaran arrastrarlo a una de sus fiestas a propósito de la fecha. Los había mandado a la mierda todas las veces anteriores. Sin una pizca de dubitación. Porque ese era su encanto, sabes.
Pero tenía que venir este año la Cara Bollo a pedirle que lo acompañara a hacer la compra para la fiesta. «Me ha tocado por sorteo a mí y no creo que pueda con todo. ¿Me ayudas?». Se lo había dicho con el pecho pegado a su brazo y la boca susurrándole delicias en el oído. Y en bragas, un dato importante. En fin, a ver cómo le dices que no.
—¡Baja del carro, Mofletes!—espetó él. Le ardían hasta las orejas.
Uraraka, estudiante de dieciocho años, se negaba a salir del carrito de la compra y rogaba —exigía— que la empujara por el pasillo cuatro. La vida que había elegido la había inmunizado contra la vergüenza, de modo que tenía que divertirse avergonzando a los demás. Su víctima favorita era, cómo no, el gran Bakugou Katsuki —aka: ese chico tan mono con el que se veía a escondidas—.
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Siempre podemos escaparnos con la botella de vino
FanfictionLos alumnos de UA se preparan para una espectacular fiesta de Halloween. Ninguno se hubiera podido imaginar ese desarrollo de los acontecimientos...