U n o

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Te protejo de ti mismo, posees muchas conductas autodestructivas, le dijo.
Cuando soltó esas palabras, inclinado sobre él, Conan le arrojó un escupitajo que cayó en su mejilla.
No solo autodestructivas, le respondió.

Conan tenía una pila enorme de cosas por hacer, principalmente porque no soportaba la idea de estar en silencio, quieto y sin alguna distracción que le salvara de enfrentarse a sus propios pensamientos; por otro lado, tenía un estructurado horario que dictaba cada paso de su día, el cual odiaba incumplir.

Debía admitir que todo eso —el mantenerse ocupado— era una forma de ocultar las ganas que le atormentaban de estar tan derrotado físicamente que no pudiera pensar en nada más. Calmaba sus nervios autolesionándose, para caer exhausto y permitirse descansar. Era demasiado, el insomnio, la ansiedad, el mantenerse en sus casillas. Colapsaba irremediablemente.

La rabia, justo ahora, le estaba cegando los sentidos. Su rutina se había echado a perder cuando perdió el control y en el peor momento llegó Lewis —maldito, Lewis— y le ató a su cama deshecha. La poca voluntad que se esforzaba en mantener la usaba en contener gritos coléricos.

Necesitaba algo fuerte que le hiciera despertar, o desvanecerse por completo. Siempre era lo mismo: un golpe, otro más fuerte, uno siguiente más vehemente. Sin parar, sin atisbos de duda, un poco más. Alivio. Nada.
Era como estar en el club de la pelea, pensaba, pero solo.

No es un club si sólo participas tú, le habían dicho.

Pero no importaba, porque allí estaba la adrenalina, la angustia, manteniéndole de pie cuando las dejaba escapar. Incluso mejor que tener que rodearse de otras personas, intercambiar golpes desordenados no era lo suyo.

Su vida, en realidad, estaba colmada de situaciones absurdas y desalentadoras. Por ejemplo, que su ex novia lo hubiese dejado sin previo aviso. Que sus antiguos amigos, ahora casi desconocidos, no escribieran.  Que su familia solo llamara para verificar sus idas al psiquiatra. Al menos tenía a Lewis, que había parecido un imbécil sin rumbo cuando lo vio por primera vez y que ahora lo había atado a su cama. No era algo común que alguien quisiera intentar evitar que se autolesionara.
Sabía que, si alguien se interesaba lo suficiente por él, en chequear con cuántas lesiones despertaba; básicamente le estaban otorgando el poder de destrozarlos a ellos también. Si Conan estaba en sus mentes, incluso sin estar con ellos, podía exprimirlos. Podía ser una gran pesadilla para ellos.

Solo con que lo vieran unos segundos, maltratado y hecho cenizas, esa imagen permanecería en sus mentes todo el día. Preguntándose cómo llegaba a esos extremos, qué cosa lo hostigaba para estar así. Terminaban enfermos de él. Así los destrozaba. Por eso sabía cómo terminarían todos y los dejaba entrar. Porque, en remotas ocasiones, su propio dolor no era suficiente. 

Los que eran como Conan nunca tenían personas estables en su vida, incluso cuando era de las cosas que más necesitaban. Alguien que les trajera de vuelta a la realidad, alguien que les dijera cuándo parar, qué estaba bien y qué mal, porque no podían distinguir. Pero era una carga enorme, pesada, insoportable.

Las personas se rompían intentando que él no lo hiciera.

Lo más sano era alejarse.

Otras personas con conductas igual de inestables que las de él tenían más atracción hacia agredir a los de su alrededor antes que a ellos mismos. Conan no hacía eso. El problema comenzaba y terminaba en él. Generalmente.

Hacía ya dos horas, calculaba, Lewis se había limpiado con la manga de su suéter la mejilla y había salido sin mirar atrás. Le gustaba su firmeza. Le había atado sin importar sus protestas cuando lo encontró débil luego de haberse estrellado repetidas veces contra la pared y tras llevar un gran rato antes de eso autolesionándose. Aprovechó su aturdimiento para mantenerlo quieto. Antes de salir puso una mierda en su boca, y le aseguró que regresaría. Pero eso era todo, no dijo cuándo. La puerta no había sido cerrada totalmente cuando ya estaba escupiendo de su boca aquella cosa. Aun así, seguía negado a gritar, como aferrado a la necesidad de tener control sobre una parte de sí.

Rendición.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora