Anya

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Una sirvienta entra en mi habitación sin tan si quiera llamar. Pero ya estoy acostumbrada a eso, intentar tener algo de intimidad siendo quien soy es imposible.

--Alteza – me dice descorriendo las cortinas – le quedan cinco minutos para el desayuno familiar. Me dijo que la avisase para no volver a llegar tarde.

Me desperezo y miro el  reloj de mi mesilla. ¡Sólo son las nueve de la mañana! ¿Tanto les costaría retrasar el desayuno una horita más tarde?

Por lo menos hoy he dormido algo más que ayer. Mis salidas nocturnas se alargan más de lo que a veces me gustaría, pero es que anoche conocí a un par de chicos, y por una cosa y otra... tengo recuerdos confusos de una discoteca, bebida y un tío (oh, a él sí que lo recuerdo). Sé que en algún momento de la madrugada decidí volver a mi habitación y me metí en la cama sin tan siquiera ponerme el pijama, pero nada más.

La luz del sol me provoca una jaqueca horrible y por poco no vomito en la moqueta. Me arrastro hasta el vestidor y cojo una sudadera tan larga que me sirve de vestido, unas deportivas blancas y me meto en el baño.

Mientras se llena la bañera me voy quitando la ropa de anoche. Me miro al espejo y no me reconozco, cuando llegué no tenía ganas de quitarme el maquillaje y ahora parezco un zombi.

  --Por el amor de Dios – le digo a mi reflejo --. Chica te lo pasaste bien anoche eh.

Cojo el limpiador del estante, un par de algodones. Los empapo bien con el líquido y me los restriego por la cara para eliminar hasta el último resto de maquillaje.

La bañera ya está llena, así que me sumerjo en el agua caliente hasta que me cubre por completo. Que gusto.

  --¡Su Alteza, la princesa Anya! – anuncia un soldado a la puerta del comedor Real.

No puedo evitar poner los ojos en blanco. Como si todos los aquí presentes no se supiesen ya mi nombre.

Me siento en la gigantesca mesa de comedor, justo entre mi hermano pequeño Andrew y mi madre Natalie, y enfrente de mi padre James. Aunque estamos a varios metros de distancia noto la mirada de todos clavada en mí. En el comedor hay varias mesas repletas de familias de alta cuna casi todos Azules y de soldados de alto rango, que siempre están por palacio velando por nuestra seguridad. Porque esa es mi triste realidad, soy una princesa muy a mi pesar.

--Buenos días – le digo a mi familia.

--Llegas tarde – es el saludo de mi padre.

--Esta vez sólo han sido diez minutos, padre – replico.

--Eso no importa ¿Es que no te han enseñado las clases de protocolo a ser puntual? Ah no, es cierto, ayer volviste a faltar.

Mi madre y mi hermano turnan sus miradas en mi padre y en mí, como si estuviesen viendo un partido de tenis. Pero como siempre ninguno interviene.

--Acudo a matemáticas, a literatura, a clase de esgrima, a equitación, a dibujo, a lenguas del mundo y a estrategia, pero no, no pienso a ir a que me digan cómo debo comer o sentarme. ¿De qué me servirá eso cuando reine?

--En el trono hay que tener modales. Tú lo puedes ver más, o menos útil, pero es que tu opinión en esto no influye. Yo soy el rey de todo Meric, y también tu padre, así que harás lo que te diga.

--Soy mayor de edad desde hace un mes, por lo que...

--Harás lo que te diga.

Cómo odio mi infantil miedo a la mirada de mi padre cuando se enfadada (la que me dedica ahora). Cada vez que lo hace, siento un horrible escalofrío por todo el cuerpo, que no cesa hasta que cedo.

--Sí señor – digo haciendo el saludo militar.

Mi madre se pone en pie y en un par de pasos se pone detrás de mí. Me da un beso en la coronilla y se queda un rato acariciándome el pelo.

--¿Sólo te has puesto eso de ropa? – pregunta señalando mis piernas desnudas y poniéndose en cuclillas a mi lado – Cielo eres guapa y atractiva, todos lo sabemos, pero no hace falta ir enseñándolo por ahí.

--Madre, si así vestida consigo que, aunque sólo sea una persona me mire por mí y no por ser la princesa, lamento decirte que nunca me lo quitaré.

--Yo te miro por ti.

No puedo evitar sonreírle. Mi madre siempre tiene algo que decir para dejar mis argumentos por los suelos.

--En cuanto termine el desayuno voy a mi habitación y me cambio.

--Gracias – me susurra guiñándome el ojo.

Cojo una de las pastas que uno de los sirvientes me ofrece y me la tomo en un par de bocados. No quiero pasar aquí más tiempo del que sea necesario. Todo el mundo en palacio son sonrisas falsas y halagos vacíos, con tal de conseguir tu favor.

Miro el reloj de la pared. Ya mismo van a dar las once, hora a la que empiezan todas mis clases.

Me levanto de la mesa después de despedirme de mi familia y vuelvo a mi habitación.

Los Colores de La CoronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora