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Cenicienta llevaba muerta doscientos años.
Yo llevaba enamorada de Erin los últimos tres.
Y ahora estaba a punto de encontrar una muerte segura.
Cuando los guardias de Palacio den conmigo, que lo harán,
moriré en el bosque de la frontera este de Lille. Pero eso ya no
importa. Lo único que me preocupa es Erin, que está oculta tras
un árbol, justo enfrente de mí. Los guardias de Palacio aún no la
han visto, aunque se dirigen hacia donde está, deteniéndose a
unos pocos pasos de su escondite. Veo cómo sus ojos se abren
desmesuradamente en los sombríos confines del bosque. Nues-
tras miradas se cruzan a través de la ancha franja de tierra habili-
tada para el paso de carruajes que nos separa.
«No te muevas, Erin. No hagas ningún ruido».
—Anoche me quedé dormido en la torre —comenta uno de
ellos—. Alguien me despertó, pero, aun así, tuve suerte. Si el rey
se llega a enterar, mi cabeza estaría ya clavada en una pica.
—¿Vais a ir al baile? —pregunta otro.
—No —contesta un tercero—. Me temo que para mí su-
pondría más trabajo que diversión.
—Es una pena. He oído que las chicas del grupo de este año
son el lote más bello desde hace una generación.
—En ese caso, ¿sufrirá tu mujer algún «accidente» imprevis-
to? Sería una lástima que ese primer peldaño que conduce a tu
bodega estuviera súbitamente suelto.

Las carcajadas son tan estruendosas que, por el sonido
que hacen, resoplando y escupiendo, parece que estuvieran a
punto de tirarse por los suelos de la risa. Sus voces se alejan
hasta que dejo de oírlos. Me incorporo y corro hacia Erin, que
aún está refugiada detrás del árbol.
—Ya se han ido —digo. Agarro su mano y trato de calmarla.
Erin mira desde detrás del árbol, con el rostro tenso por la
rabia, y se aparta de mí.
—De todas las cosas imposibles que me has convencido
para hacer, venir aquí ha sido la peor. Los guardias casi nos des-
cubren.
—Pero no lo han hecho —le recuerdo.
—Me pediste que nos encontráramos aquí —dice con ojos
entornados y suspicaces—. ¿Por qué? ¿Qué es tan importante?
He ensayado una y otra vez lo que quería decirle, repasándo-
lo todo en mi cabeza, pero ahora que la tengo delante me siento
perdida. Está enfadada conmigo, y no es eso lo que quiero.
—Ya sabes que me importas más que nadie. Quiero que seas
feliz. Quiero que seamos felices.
Permanece callada mientras yo balbuceo, sus manos colgan-
do a los costados.
—La mayor parte del tiempo todo me parece inútil, pero
cuando estoy contigo…
—Déjalo —ordena; su expresión es una genuina máscara de
rabia—. ¿Es esa la razón por la que me has traído aquí? ¿Para de-
cirme lo mismo que llevas diciéndome desde siempre?
—No es lo mismo. Ahora falta muy poco para que se cele-
bre el baile. Tal vez esta sea nuestra última oportunidad de mar-
charnos de aquí.
El ceño de Erin se arquea por la sorpresa.
—¿Marcharnos? —Se acerca un poco más, mirándome di-
rectamente a los ojos—. No hay marcha posible, Sophia. Ni
para ti, ni para mí, ni para nadie. Vamos a asistir al baile porque
es la ley. Es nuestra única esperanza de tener algún tipo de vida
decente.

—Viviendo la una sin la otra —replico. La sola idea hace
que me duela el pecho.
Erin se endereza, pero clava su mirada en el suelo.
—No hay otro modo.
Agito la cabeza furiosa.
—No lo dices en serio. Si corremos, si lo intentamos…
Unas risas lejanas cortan de golpe mi súplica. Los guardias
están dando una nueva vuelta. Erin se esconde otra vez detrás
del árbol, y yo me oculto entre la maleza.
—Es imposible trabajar en Palacio si no sabes decir que sí a
todo y mantener la boca cerrada —observa uno de los guardias
mientras se detiene justo enfrente de mi escondite—. Si no tie-
nes estómago para hacer algunas de las cosas que él manda, estás
mejor aquí fuera con nosotros.
—Probablemente tengáis razón —contesta el otro.
A través de las ramas, distingo el árbol tras el cual se ha es-
condido Erin. El bajo de su vestido se ha quedado enganchado
en una gruesa corteza y está la vista. El guardia mira en su direc-
ción.
—¿Qué es eso? —pregunta. Y da un paso hacia allí, su mano
apretando la empuñadura de su arma.
Doy una patada al matorral. Sus ramas se sacuden regándo-
me con una cascada de hojas color óxido.
—¿Qué ha sido eso? —dice otro de los hombres.
Todos vuelven su atención hacia mí. Cierro los ojos con
fuerza. Estoy muerta.
Pienso en Erin. Confío en que pueda salir corriendo. Con-
fío en que logre salir de aquí. Todo esto es culpa mía. Solo quería
verla, hacer un último intento para convencerla de que debería-
mos marcharnos de Lille de una vez para siempre. Ahora ya no
volveré a ver su rostro.
Alzo la vista hacia la línea de árboles. Podría salir corriendo
hacia allí y atraer la atención de los guardias lejos de mi amiga.
Quizá logre librarme de ellos en los bosques, pero incluso si no
lo consigo, al menos Erin podrá huir. Mi cuerpo se tensa y tipero

de mi falda para remeterla entre las piernas y recogerla en mi
cintura, y luego me descalzo.
—Hay algo allí —indica un guardia, ahora a apenas un bra-
zo de distancia de donde estoy.
Los guardias se aproximan cada vez más, están tan cerca que
casi puedo oír su respiración. Miro por encima de ellos y veo un
destello azul claro entre los árboles. Erin ha logrado escapar. Un
sonido metálico corta el aire, un sonido de metal contra metal, de
espadas al desenfundarse. Por encima del zumbido nervioso que
atruena en mis oídos y de los latidos de mi propio corazón, un
cuerno emite tres agudas llamadas.
—Tenemos a un fugitivo —grita una voz ronca.
Me quedo paralizada. Si me atrapan en lo más profundo del
bosque, los guardias me utilizarán como ejemplo. Ya me imagi-
no desfilando con grilletes a través de las calles, tal vez incluso
encerrada en una jaula en el centro de la ciudad, donde la gente
de Lille a menudo debe soportar la humillación pública de verse
exhibida como escarnio por salirse de los límites permitidos.
Las voces y pisadas de los hombres se alejan.
No soy el fugitivo del que están hablando. Yo ni siquiera he
empezado a correr. Mi corazón se desboca confiando en que no
puedan atrapar a Erin.
Cuando están lo suficientemente lejos, aprieto los zapatos
sujetos bajo mi brazo y corro hasta la sombría cobertura del
bosque. Oculta por un árbol, espío desde detrás del tronco
mientras nuevos guardias se unen a los anteriores. Han captu-
rado a una mujer mayor, a la que ya han atado las muñecas.
Suelto un suspiro de alivio e inmediatamente me reprendo,
sintiéndome culpable. Esta mujer está ahora a merced de los
hombres del rey.
Me doy la vuelta y trato de huir de allí. Con las piernas
bombeando y los pulmones ardiendo, me parece escuchar los
chasquidos y gruñidos de los sabuesos, aunque no estoy segura.
No me atrevo a mirar atrás. Tropiezo y me golpeo la rodilla con-
tra una piedra, desgarrándome la piel. El dolor es cegador, pero

me obligo a levantarme y continúo corriendo hasta que los árbo-
les empiezan a escasear.
En el camino que lleva de vuelta al centro de la ciudad, me
detengo a recuperar el aliento. Erin no parece hallarse por nin-
guna parte. Está a salvo.
Pero esto es Lille.
Nadie está realmente a salvo.

CENICIENTA HA MUERTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora