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Doblo rápidamente la esquina y me encamino hacia la plaza
Mayor. Las celebraciones del Bicentenario comenzaron
hace ya una semana y culminarán con el baile anual. Has-
ta entonces, los festejos continúan cada noche. Antes del toque
de queda, la gente se acerca a la plaza para oír música y beber, y
esta tarde no es una excepción. Mientras me abro paso tratando
de llegar directamente al otro lado, veo a varios vendedores mos-
trando sus mercancías a la sombra del campanario, una brillante
estructura blanca de cuatro pisos coronada por una cúpula dora-
da. Exhiben joyas y vestidos de la ciudad de Chione, más al nor-
te, guantes de satén, afeites y perfumes de la ciudad de Kilspire,
en el sur.
Al zigzaguear entre los puestos buscando el rostro de Erin
entre la multitud, advierto a una joven de pie en un estrado. Está
recitando pasajes de Cenicienta. El lujoso volumen proporciona-
do por Palacio descansa en un atril frente a ella.
—Las feas hermanastras siempre habían sentido celos de Ce-
nicienta, pero, al ver el adorable aspecto que la joven lucía esa no-
che, comprendieron que nunca podrían ser tan bellas como ella y,
en un ataque de rabia, rasgaron su vestido hasta hacerlo jirones.
La gente congregada abuchea y silba. Continúo caminando,
aún sin ver a Erin, mientras un miedo devastador trepa por mis
entrañas. Me digo que está en casa, pero tengo que ir allí para
asegurarme.
Un puesto mucho más atestado que los otros se erige en me-
dio de la plaza, donde una multitud de personas bloquea mi
paso. Al ir a rodearlo, advierto que todo el ajetreo deriva de un
juego que está teniendo lugar en el tenderete. Hay un montón
de zapatos apilados, y las niñas pagan una moneda de plata para
que les pongan una venda en los ojos mientras eligen un par de
zapatillas y se las prueban. Si les quedan bien, ganarán un pe-
queño premio, un brazalete de cuentas o un collar, además de un
pergamino en el que puede leerse: «Yo fui la elegida en la cele-
bración del Bicentenario». Una niña coronada por espesos tira-
buzones castaños sonríe cuando sus pequeños pies se deslizan en
un zapato de tacón alto color violeta. Todo es muy divertido
hasta que otra chiquilla escoge los zapatos equivocados y gana
un trozo de papel con un pequeño retrato de las hermanastras de
Cenicienta, con sus caras retorcidas en repugnantes sonrisas.
La pequeña mira a su madre.
—Mamá, no quiero ser como ellas. —Su labio inferior em-
pieza a temblar y trata de ahogar un sollozo. Un guardia de Pala-
cio se ríe estruendosamente, mientras la madre la coge en brazos
y se la lleva de allí.
Me deslizo por una abertura entre la gente y dejo el puesto
en dirección al centro de la plaza, donde hay una fuente, una
réplica a tamaño real de la carroza de Cenicienta, hecha entera-
mente de cristal, que brilla bajo el sol evanescente. El agua bro-
ta de los caños y, al fondo de la pila, descansan cientos de mo-
nedas. Es tradición pedir un deseo, de forma parecida a como
hizo Cenicienta muchos años atrás, y lanzar una moneda, pre-
ferentemente de plata, a la fuente. Recuerdo haber arrojado
monedas cuando era más pequeña, pero hace años que no lo
hago.
—¡Sophia!
Liv camina hacia mí; su largo cabello castaño está recogido
en un moño alto, y sus sonrosadas mejillas recuerdan a rojizas
manzanas en su pálida piel. Me mira de arriba abajo.
—¿Qué te ha pasado?
Bajo la vista a mi vestido, que no me he molestado en cam-
biar.
—No preguntes.
—¿A dónde vas? —inquiere.
—Estoy buscando… —Vacilo. Es demasiado peligroso ha-
blar en público sobre lo sucedido en los bosques—. Voy camino
a mi prueba.
Liv tuerce el gesto y me mira con incredulidad.
—Se supone que tendrías que haberla hecho hace semanas.
El baile será en dos días.
—Lo sé —digo—. He estado posponiéndola. —Encuentro
un hueco entre la multitud y me dispongo a marcharme, pero
Liv enlaza su brazo con el mío.
Sacude la cabeza.
—Eres tan cabezota. Tu madre debe de estar tirándose de los
pelos. —Se ríe y me muestra algo envuelto en una brillante tela
plateada—. Nunca creerás lo que he ganado en uno de esos
puestos. —Desenvuelve el objeto.
Es un palito.
Miro a Liv y luego de vuelta al palo. Ella está sonriendo,
aunque yo la miro confusa.
—¿Te encuentras bien? —Poso mi mano en su frente para
ver si tiene fiebre.
Ella se ríe y aparta divertida mi mano.
—Estoy bien. Pero mira. Es una varita. Una réplica de la
misma que utilizó el hada madrina.
Vuelvo a mirar el palo.
—Me parece que se han aprovechado de ti.
Frunce el ceño.
—Es una réplica real. El hombre me dijo que provenía de
un árbol del Bosque Blanco.
—Nadie se adentra en el Bosque Blanco. —Erin aparece
por detrás de Liv, y casi se me detiene el corazón. Tengo que
echar mano de toda mi fuerza de voluntad para no agarrarla y
atraerla hacia mí.
—Cierra la boca antes de que te entre una mosca —advierte
Liv, mirando a su alrededor nerviosa.
—Estás a salvo —exclamo aliviada.
Erin asiente.
—Y tú estás hecha un desastre.
Desearía haberme tomado más tiempo para adecentarme un
poco antes de salir de casa.
—Aunque sigues estando encantadora —añade rápidamen-
te—. No creo que eso puedas evitarlo.
Miro hacia ella.
—Tal vez Liv pueda usar su varita para ayudarme a estar
más arreglada.
Liv apunta la varita hacia mí y da un golpecito. Entonces,
frunce el ceño.
—Siempre confié en que un día desarrollaría poderes mági-
cos. Pero supongo que hoy no es ese día.
Le doy una palmadita en el brazo.
—Nadie ha vuelto a ver ese tipo de magia desde los tiempos
de Cenicienta. Dudo que ni siquiera exista ya.
Ambas guardan silencio mientras intercambian miradas de
preocupación.
—Pues claro que existe —dice Erin en un susurro—. Cono-
ces la historia tan bien como cualquiera. Si somos diligentes, si
nos aprendemos los pasajes del libro, si honramos a nuestros pa-
dres, tal vez nos concedan las cosas que poseía Cenicienta.
—Y si hacemos todas esas cosas y no sucede nada, y no hay
rastro del hada madrina, ni vestidos, zapatos o carroza, ¿entonces
qué? ¿Seguiremos creyendo en ello?
—No cuestiones la historia, Sophia. —Liv da un paso para
acercarse a mí—. No en público. Ni en ninguna parte.
—¿Por qué? —inquiero.
—Ya sabes por qué —contesta Erin bajando el tono—. De-
bes volcar tu fe en la historia. Y tomarla por lo que es.
—¿Y qué es? —pregunto.
—La verdad —contesta secamente Erin.
No quiero discutir con ella.
—Tiene razón —dice Liv—. Las calabazas del jardín real es-
tán creciendo en el mismo lugar donde se recogieron los restos
de su carroza. Y he oído que, cuando su tumba aún permanecía
abierta al público, las zapatillas todavía estaban dentro.
—Otro rumor —replico. Recuerdo conversaciones susurradas
entre mi abuela y sus amigas en las que mencionaban la tumba. Sin
embargo, desde hace muchas generaciones, nadie la ha visto en per-
sona. Solo son historias para conseguir que las chicas jóvenes obe-
dezcan. Liv y Erin ponen cara de estar hartas de mi escepticismo.
—Bueno, yo aún confío en haber hecho lo suficiente para
ganarme el favor de mi hada madrina —contesta Liv.
El plan de Liv parece arriesgado. Mi madre también espera
que nos suceda lo mismo, pero, por si acaso la mágica anciana
no aparece en mi jardín la noche del baile, me ha buscado un
vestido. Si alguna chica se atreviera a presentarse con un traje
que no fuera digno de la mismísima Cenicienta, pondría en jue-
go su propia seguridad, y no creo que al rey le importase si este
proviniera de un hada, de una tienda o de algún otro lugar. Lo
que importa es que nuestro aspecto sea el que tendríamos si un
hada madrina nos hubiera bendecido con su magia.
—¿Tienen vuestros padres algún plan alternativo en caso de
que ese no funcione? —pregunto. No quiero que Liv corra nin-
gún peligro por haber esperado demasiado tiempo para conse-
guir el atuendo adecuado. Esta va a ser la segunda vez que asiste
al baile. Y, aunque se permite una tercera, creo que su ánimo se
desmoronaría, por no hablar de que su familia quedaría en una
situación muy precaria.
—¿No te cansas nunca de intentar que te arresten? —pre-
gunta Erin—. Hablar así va a hacer que te encierren.
—Está bien —interviene Liv, colocándose entre nosotras y sa-
cudiendo la cabeza—. Coged. —Busca en su bolsa y saca un pu-
ñado de monedas—. No son de plata, pero tendrán que servir.
Formulemos nuestros deseos en la fuente, como solíamos hacer.
Me coge del brazo y me arrastra hasta la fuente.
Erin camina a mi lado, su hombro rozando el mío. Me parece
oírla suspirar y agitar ligeramente la cabeza. Detrás de nosotras la
música continúa sonando, la gente riendo y charlando. Los guar-
dias de Palacio deambulan por la plaza, sus uniformes reales color
azul pulcramente planchados, las espadas relucientes bajo la luz de
las farolas. Liv nos entrega una moneda a cada una.
—Piensa un deseo —dice Liv. Cierra los ojos y lanza su mo-
neda.
Miro a Erin.
—Desearía que abandonaras Lille conmigo. Ahora mismo.
Que abandonaras Mersailles, dejando atrás todo esto y escaparas
conmigo. —Y lanzo mi moneda al agua.
Liv jadea. Los ojos de Erin se abren de golpe, su frente se
arruga y su boca se curva hacia abajo.
—Y yo desearía que simplemente aceptaras las cosas como
son. —Arroja su moneda a la fuente—. Desearía poder decidir
que nada más importa, pero no soy como tú, Sophia.
—Ni yo te pido que lo seas —replico.
Los ojos de Erin se empañan y el labio inferior le tiembla.
—Sí, lo haces. No todo el mundo puede ser tan valiente.
Siento como si mi pecho fuese a desmoronarse. Doy un
paso para alejarme y Erin sale corriendo y desaparece entre la
multitud. No me siento valiente. Me siento furiosa, preocupada,
con grandes dudas de que las cosas vayan a cambiar alguna vez.
Me dispongo a correr tras ella, pero Liv me retiene, agarrándome
por el brazo y tira de mí.
—Tienes que dejarla ir, Sophia —aconseja Liv—. Eso no
puede ser.
Me conduce lejos de la fuente, y yo me trago las ganas de llo-
rar, de gritar. Cruzamos la plaza, rodeando un gran círculo de
hierba ennegrecida. Liv baja la vista para observarlo.
—¿Qué es esto? —pregunto.
—Sucedió algo hace unas noches. Según se rumorea, al-
guien provocó una explosión y trató de destruir la fuente. Pero
fallaron. —Se vuelve hacia mí, con la preocupación asomando a su rostro—. ¿Acaso no lo ves? No tiene sentido resistir. No pode-
mos ir contra el libro o contra el rey.
Sacudo la cabeza. Me niego a aceptar que esto es lo único
que hay para mí.
Liv echa un vistazo alrededor y entonces se inclina para ha-
blarme al oído.
—Un grupo de niños ha encontrado un cadáver en los bos-
ques junto al lago Gris.
—¿Otro? —pregunto—. ¿Cuántos van ya?
—Seis desde que las hojas empezaron a cambiar de color.
Una chica, igual que las otras.
Trato de hacer recuento de cuántas chicas jóvenes han apa-
recido muertas en Lille estos últimos años, desde que fui lo sufi-
cientemente mayor para comprender estas cosas. Las muertes se
cuentan por docenas, pero los desaparecidos son muchos más de
los que puedo calcular.
—Vete a tu prueba, Sophia —dice Liv, apretando mi mano—.
Quizá alguien en el baile te lleve muy lejos de todo esto.
Hay una nota estridente en su voz. Quizá Liv también desee
que la lleven muy lejos. Y no puedo culparla, pero eso no es para
mí. No quiero ser salvada por algún caballero de brillante arma-
dura. Quiero ser yo la que luzca la armadura y la que lleve a cabo
el salvamento.
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Me dirijo al taller de la costurera a toda prisa, aunque llego con
dos horas de retraso. Al mirar a través del escaparate, veo a mi
madre charlando con otras mujeres. Se ríen y bromean, pero su
boca está contraída en una tensa mueca, mientras su barbilla
descansa en los dedos. Odio haberla preocupado. Respiro hondo
y abro la puerta.
Mi madre se pone en pie y suelta un suspiro, dejando que el
aire silbe entre sus dientes, al tiempo que su rostro muestra una
mirada de alivio.
—¿Dónde has estado? —pregunta mirándome de arriba
abajo—. ¿Y qué has estado haciendo?
—Estaba…
Alza la mano para indicar que me calle.
—No importa. Ya estás aquí. —Mira por detrás de mí, ha-
cia la calle—. ¿Has venido sola?
—No —miento—. Liv y Erin me han acompañado hasta el
final de la calle.
—Ah, muy bien. Seguro que te has enterado del incidente
en el lago Gris.
Asiento. Ella sacude la cabeza y luego fuerza una breve son-
risa y da instrucciones a la costurera y a sus oficialas para que se
pongan conmigo.
Las piezas de mi vestido ya están cosidas para asegurar que
encajan perfectamente. Mi madre arma un buen alboroto por el
color del ribete que adorna el borde del vestido. Aparentemente
debería ser de un rosa dorado, no color oro, así que tiene que
ser descosido y vuelto a colocar. Por lo que a mí respecta, todo
el conjunto quedaría perfecto al fondo de un cubo de basura, o
quizá empapado en aceite para lámparas y prendido fuego. Na-
die me ha preguntado de qué color me gustaría que fuera ni qué
forma quería.
Juntando las manos mientras pasea de un lado a otro, mi ma-
dre me observa con atención. Está terriblemente preocupada por
cada detalle, como si mi vida dependiera de esas cosas. Trato de si-
lenciar la voz interior que me dice que muy bien podría ser así.
—Es fabuloso, Sophia —exclama.
Hago un gesto de asentimiento. No se me ocurre nada que
decir. Aún no puedo creer que este día haya llegado. A estas altu-
ras tenía la esperanza de hallarme muy lejos de Lille, tal vez lejos
de Mersailles, con Erin a mi lado, dejando al rey y sus reglas
atrás. En su lugar, aún sigo aquí, preparándome para someterme
a ese espantoso momento que ahora parece inexorable.
La costurera me ayuda a quitar el traje y se pone a envolver-
lo para que podamos llevárnoslo a casa. Un cardenal púrpura, que ha empezado a ponerse verde por los bordes, colorea el late-
ral de su cuello.
—¿Qué le ha pasado en el cuello? —susurro, aunque conozco
la posible causa. Muchas mujeres de Lille lucen marcas similares.
La costurera me mira burlona y rápidamente se ajusta el
cuello de su vestido.
—No te preocupes por eso. Desaparecerá en una semana.
Como si nunca hubiese sucedido.
—Sophia —interrumpe mi madre—. ¿Por qué no sales a to-
mar un poco el aire? Pero quédate donde pueda verte. —Bajo la
vista hacia la mujer cuya sonrisa apenas logra ocultar su dolor.
Me recojo las faldas y salgo al camino, delante de la tienda.
El sol ha empezado a desaparecer en el horizonte mientras los
faroleros emprenden su ronda nocturna dispuestos a iluminar las
calles. Incluso en la creciente penumbra, las torres vigía proyec-
tan sus amenazadoras sombras como unos centinelas de piedra
con sus puestos de observación mirando hacia el interior.
Un mural del rey afea el lateral de un edificio al otro lado de
la calle. En él aparece retratado a caballo a la cabeza de un ejérci-
to de soldados, su brazo extendido blandiendo una espada.
Apuesto a que nunca ha guiado un ejército a ninguna parte ex-
cepto a través de un tablero de ajedrez.
Por más que lo intento, no consigo apartar los pensamientos
de cómo será ser elegida. Dentro de dos días podría ser ofrecida
a un hombre del que no sé nada ni nada sabe de mí. Mis propios
deseos y necesidades silenciados en favor de lo que él crea que es
mejor. ¿Pero qué pasa si no piensa en otra cosa que en hacerme
un moratón en el cuello? Y si no resulto elegida, ¿qué sucederá
entonces? Y Erin. Mi querida Erin. ¿Qué será de nosotras? Me
estremezco mientras se forma un nudo en mi garganta. Mi ma-
dre sale a la calle y me echa un chal alrededor de los hombros
desnudos.
—No querrás coger frío teniendo el baile tan próximo, So-
phia. —Mira cautelosa alrededor y baja la voz—. Desearía que
no tuviese que ser así, pero…
—Sí, lo sé. Esto es lo que hay —termino, apretando los
dientes y ahogando las ganas de gritar por milésima vez. Alzo la
vista hacia ella y, por un instante, advierto que ha dejado caer su
máscara y puedo ver dolor en su rostro. Bajo la pálida luz del
cielo del crepúsculo parece mayor. Sus ojos se desplazan un ins-
tante de mi cara a mi vestido, y luego los aparta.
—¿De pronto todo te ha parecido real? —pregunto.
Ella aprieta la boca formando una estrecha línea.
—Sí.
—Deseaba que este día no llegara nunca —comento.
—Y yo también —contesta tranquila—. Pero aquí estamos,
y debemos sacarle el mejor provecho.
Vuelve a la tienda, pero yo me demoro un momento antes de
unirme a ella y esperar a que la costurera y sus oficialas terminen
de empaquetar mi vestido. Levanto la vista al cielo estrellado. A
partir de ahora y para siempre las cosas serán diferentes. Una vez
que el baile se haya celebrado, no habrá vuelta atrás. Una tristeza
casi dolorosa amenaza con consumirme. Me ciño el chal con
fuerza y regreso al interior.

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⏰ Última actualización: Dec 02, 2020 ⏰

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