De regreso a casa lo único en lo que puedo pensar es en
Erin. El bosque es profundo y peligroso y, lo más impor-
tante, se halla fuera de los límites. Sé que ella no permane-
cerá escondida, que logrará volver a su casa, pero necesito confir-
mar que está a salvo.
La torre del campanario de la plaza mayor marca la hora con
cinco sonoros tañidos. Se supone que he quedado con mi madre
en la tienda de la costurera para que me hagan una prueba. Ella
me insistió en que me presentara aseada, con el pelo limpio y el
rostro lavado. Bajo la vista para comprobar mi aspecto. Mi vesti-
do está manchado de tierra y sangre, y llevo los pies desnudos
cubiertos de barro. He logrado escapar de los hombres del rey,
pero, cuando mi madre me vea, será ella quien probablemente
acabe conmigo. Hay guardias vigilando las calles. Ahora que el
baile se aproxima, las patrullas son más numerosas de lo habi-
tual. Mantengo la cabeza gacha al pasar por delante. No parecen
fijarse en mí. Están en alerta máxima a causa de lo que la gente
de Lille ha llamado «el incidente».
Sucedió dos semanas atrás, en la ciudad norteña de Chione.
Corrían rumores de que una explosión había dañado el Coloso,
una réplica de seis metros del salvador de Mersailles, el Príncipe
Encantador, y que la gente responsable del acto había sido cap-
turada y trasladada a Lille bajo la cobertura de la noche, para
luego llevarla a Palacio y ser interrogada por el propio rey. Lo que quiera que sucediera una vez allí, los detalles que el monarca
pudo sonsacarles le hicieron entrar en un estado de pánico. Du-
rante la primera semana tras el incidente, ordenó suspender el
correo, nuestro toque de queda se adelantó dos horas, y se distri-
buyeron octavillas en las que se aseguraba que el incidente no
había sido más que un intento de vandalizar la famosa estatua
perpetrado por una banda de malhechores. También se procla-
maba que sus autores habían sido ajusticiados.
Cuando llego a casa, la encuentro vacía y en silencio.
Mi padre aún está en el trabajo y mi madre seguramente me espera
donde la costurera. Durante un momento me quedo plantada
en el centro de la habitación, mirando los carteles que cuelgan
por encima de la puerta.
Uno de ellos es un retrato del rey Stephan, ojeroso y maci-
lento; en él aparece tal y como era antes de morir hace apenas
unos años. El otro es del rey Manford, el monarca actual de
Mersailles, a quien le faltó tiempo para encargar su retrato oficial
y exigir que fuese colgado en cada casa y espacio público de la
ciudad. Nuestro nuevo rey es joven, apenas unos años mayor
que yo, pero su capacidad para ejercer la crueldad y sus ansias
por poseer el control absoluto rivalizan con las de su predecesor
y están claramente reflejadas en el tercer marco que cuelga sobre
la puerta: los Decretos de Lille.1. Cada hogar deberá poseer al menos una copia original
de Cenicienta.2. El baile anual será un evento obligatorio. Las asistentes
podrán acudir hasta tres veces, tras las cuales se consi-
derarán proscritas.3. Los integrantes de uniones ilegales o no sancionadas se
considerarán proscritos.4. Todos los miembros de los hogares de Mersailles deberán designar a un hombre, en edad legal, como cabeza
de familia, y su nombre será registrado en Palacio.
Cualquier actividad llevada a cabo por algún miembro
del hogar deberá ser autorizada por el cabeza de esta.5. Para su protección, mujeres y niños deberán permane-
cer en su lugar de residencia a partir de las ocho de la
tarde.6. Una copia de todas las leyes y decretos aplicables, junto
con el retrato autorizado de Su Majestad, será exhibida
en cada hogar de forma permanente.Estas son las duras e implacables reglas establecidas por
nuestro rey. Las conozco de memoria.
Me dirijo a mi habitación y enciendo la lumbre en la peque-
ña chimenea del rincón, mientras considero quedarme allí hasta
que mi madre venga a buscarme. Sin embargo, me preocupa que
a estas alturas esté pensando que ha podido sucederme algo
malo. No estoy donde debería estar. Me vendo la rodilla con una
tira de gasa limpia y me lavo la cara en la jofaina.
Mi copia de Cenicienta, una versión bellamente ilustrada
que me regaló mi abuela, descansa en un pequeño pedestal de
madera en una esquina. Mi madre la ha abierto por la página en
la que Cenicienta se prepara para asistir al baile, y su hada ma-
drina le proporciona todo lo que su corazón desea. El precioso
traje, la carroza, el caballo y las fabulosas zapatillas de cristal.
Todo aquel que asista al baile tendrá que repasar ese pasaje para
recordar lo que se espera de ellos.
Cuando era pequeña, solía leerlo una y otra vez, confiando
en que el hada madrina me trajera todo lo que necesitase cuando
llegara mi turno de asistir al baile. Pero, al hacerme mayor, y a
medida que los rumores de la gente visitada por el hada madrina
empezaron a escasear cada vez más, comencé a pensar que el
cuento no era más que eso, un cuento. Cuando le comenté a mi madre lo que pensaba, se quedó desolada y me dijo que ahora sin
duda no recibiría la visita del hada, dado que mostraba tantas du-
das. Nunca más volví a mencionarlo. Llevo años sin mirar el libro
y sin leerlo en voz alta como mis padres querrían que hiciera.
Pero aun así conozco cada frase de memoria.
Un sobre color marfil con mi nombre garabateado en él en
tinta negra descansa en la repisa de la chimenea. Lo cojo y ex-
traigo la carta doblada de su interior. El papel es grueso, teñido
de un intenso tono obsidiana. Leo la carta tal y como he hecho
un millón de veces desde que llegó la mañana de mi
decimosexto cumpleaños.
El envés de la invitación es bonito. Conozco a chicas que
sueñan con el día en que les llegue la invitación y no piensan en
otra cosa. Pero, cuando le doy la vuelta, leo la parte de la carta
que muchas de esas ansiosas jovencitas pasan por alto. A lo largo
del borde superior, en un diseño que me recuerda a la hiedra
abriéndose paso a través de una celosía, unas palabras escritas en
tinta blanca anuncian una alarmante advertencia.
Se requiere su presencia en el baile anual. La no asistencia
supondrá pena de prisión y la incautación de todos los bienes
pertenecientes a su familia inmediata.
Estamos a 1 de octubre. En dos días, mi destino quedará
decidido. Por muy terribles que sean las consecuencias que re-
caerán sobre mí si no soy elegida, el peligro de ser seleccionada
podría ser aún peor. Aparto esos pensamientos de mi mente y
vuelvo guardar la carta en el sobre.
Salgo de casa y me dirijo hacia la tienda de la costurera to-
mando el camino más largo y confiando en tropezarme con
Erin. Estoy terriblemente preocupada por ella, pero sé que tam-
bién mi madre debe de estarlo por mí.
Las tiendas a lo largo de la calle del mercado están iluminadas y
llenas de gente haciendo los últimos preparativos para el baile. Una
pequeña cola sale del establecimiento del fabricante de pelucas.
Echo un vistazo al escaparate. Realmente se ha superado este año.
Unas estilosas y elaboradas pelucas se alinean en sus estanterías. Me
recuerdan a los pasteles de bodas con una capa tras otra de pelo de
distintos tonos. Aquellas de la balda superior representan figuras
que semejan nidos de pájaros con réplicas de huevos en su interior.
Una chica joven se está probando una de las creaciones, una
pieza de cuatro capas que el diseñador en persona le coloca sobre
la cabeza. Cubierta de resplandecientes peonías rosas y coronada
por un modelo en miniatura de la carroza encantada de Ceni-
cienta, la peluca se balancea precariamente mientras la madre
contempla orgullosa a su hija.
Apresuro el paso, atajando entre la multitud de gente y
tomo una calle lateral. Las tiendas de este lado no son las que mi
familia y yo solemos frecuentar. Son para gente con suficiente
dinero para comprar las chucherías más extravagantes e innece-
sarias. Realmente no me siento de humor para agobiarme sobre
lo que me puedo o no me puedo permitir, pero este camino es el
modo más rápido para acortar y llegar a la plaza Mayor, donde
confío en encontrar a Erin antes de reunirme con mi madre.
En el escaparate de una zapatería iluminado por candela-
bros, las zapatillas de cristal de Cenicienta descansan sobre un
cojín de terciopelo rojo. Un pequeño cartel reza: «Réplica apro-
bada por Palacio». Sé que, si mi padre tuviera el dinero, los com-
praría inmediatamente, confiando en que me hicieran destacar.
Pero dado que no poseen el hechizo del hada madrina, no veo la
necesidad. Unos zapatos de cristal son un artículo de lujo que
tendrá que esperar.
Un poco más adelante, me encuentro con otra cola que sale
de un pequeño comercio con las contraventanas cerradas. El le-
trero que cuelga por encima de la puerta dice: Pócimas Milagro-
sas Helen. Otro cartel enumera los nombres de hechizos y po-
ciones que su dueña es capaz de crear: encontrar un pretendiente,
eliminar a un enemigo, amor eterno. Mi abuela me contó que He-
len era una simple aspirante a hada madrina y que sus pociones
probablemente eran agua teñida de vino. Pero eso no impedía a
la gente depositar su confianza en ella.
Cuando paso por delante, una mujer y su hija, que parece
tener mi edad, se apresuran a salir de la tienda. La mujer lleva un
frasco en forma de corazón en la mano. Quita el corcho y lo pre-
siona contra los labios de su hija, quien, echando la cabeza hacia
atrás y mirando hacia el cielo del atardecer, se lo bebe de un tra-
go. Espero, por el bien de esa pobre chica, que las cosas que mi
abuela me contó no fueran ciertas.
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CENICIENTA HA MUERTO
Teen FictionCenicienta lleva muerta dos siglos. Estoy enamorada de mi mejor amiga y los soldados me persiguen Han transcurrido doscientos años desde que Cenicienta en- contrara a su príncipe, pero el cuento se ha acabado. Ahora las jóvenes adolescentes son req...