1/3: LA CONFESIÓN DE LEONARDO

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Amigo, te juro que no soy ningún ladrón

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Amigo, te juro que no soy ningún ladrón. Estoy siendo honesto contigo. Pasa que, cuando uno se siente agobiado por los problemas de la vida diaria, llegas a creer en tus propias acusaciones. No sabes lo culpable que me sentí ayer en la noche luego de salir del trabajo. Así que no me juzgues si te confieso que estuve en la iglesia.

Yo estaba sentado en la esquina de una banca de madera, detrás de un monje vestido con túnica blanca que rezaba de rodillas. Pensé que estaría muy concentrado en su oración como para no prestar atención a lo que yo confesaría. Cerré los ojos y coloqué mis manos sobre los muslos, con las palmas mirando hacia el techo. Con voz tímida y silenciosa, comencé a rezar ante la imagen crucificada de Dios:

—Señor, me siento avergonzado por venir a pedirte ayuda. Sé que me he olvidado de ti desde que dejé de ser un niño. ¿Cuándo fue la última vez que vine a tu casa a visitarte? Ya ni lo recuerdo; ha pasado bastante tiempo. En esta ocasión he sentido la necesidad de hablarte. ¿Sabes?, me siento realmente cansado y desesperado. Estoy a punto de perder mi trabajo. Y no sé qué será de mi vida a partir de ahora. Te confesaré que últimamente he lidiado con serios problemas en mi trabajo, como por ejemplo un robo. Al inicio, no había tenido ningún conflicto con mi jefe ni con algún cliente. No ha sido fácil tener que adaptarme al entorno dónde me encontraba. Ser vendedor en una tienda de ropa ha sido una habilidad que tuve que desarrollar poco a poco... —en mitad de mi confesión, el sacerdote comunicó a todos los presentes que estaba por cerrar la iglesia—. Oh rayos, siento no poder terminar mi oración, pero tú bien conoces cuál es mi situación. Dios, antes de retirarme, te pido, de todo corazón, que me ayudes a encontrar una respuesta a lo que debo hacer mañana. Ayúdame, por favor, a aclarar mi mente de toda esta confusión que siento para tomar la mejor decisión. En el nombre del padre, del hijo, y del espíritu santo, amén.

A pesar de mi conversación con Dios, no pude quitarme de encima la culpa que sentía. No dejaba de señalarme a mí mismo como el único responsable del robo. La crítica hizo que en mi cabeza se encendiera una pequeña llama. Mis pensamientos empezaron a girar en torno al fuego.

Salí ofuscado de la iglesia, con las puertas cerrándose a mi espalda. En la calle transitaba muy poca gente. Tomé el camino de siempre para retornar a casa, dando la vuelta a la iglesia y caminando por la calle Ancash. A mitad de la cuadra, presentí que alguien seguía mis pasos por detrás. 

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¿A quién no le ha pasado que hubo un momento en el que se sintió desesperado por no encontrar una manera de solucionar sus problemas?

LAS EMOCIONES CIEGASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora