2/3: EL ACOSO DE LOS MONJES

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Capítulo dedicado a Yoyis_Dream por apoyarme con sus comentarios constantes en cada uno de mis relatos

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Capítulo dedicado a Yoyis_Dream por apoyarme con sus comentarios constantes en cada uno de mis relatos. Gracias 😊.

Al dar media vuelta, observé que seis monjes, vestidos con túnica blanca, caminaban con la cabeza agachada en dirección hacia mí. Lo primero que me llamó la atención de ellos fue que tenían una venda que les cubría los ojos. Me pregunté cómo podían orientarse por la calle en plena noche. Y es que ni siquiera caminaban; flotaban con sosiego a escasos centímetros del suelo. Atemorizado, aceleré el paso, subí por la calle Cusco, y traté de no mirar hacia atrás. «Dios, por favor, protégeme. Líbrame de todo peligro.», fue lo único que pensé para calmar mi temor.

Sentí mi cuerpo temblar, como un río helado que fluía por mis canales internos. Cuando los monjes me estaban alcanzando, eché a correr en zigzag por la mitad de la pista. Pero ellos se aproximaron con agilidad hacia mí y me rodearon. Luego, atravesaron mi cuerpo como si se tratara de fantasmas. Se sintió como si el mundo se hubiera paralizado por un par de segundos. Mi cabeza parecía ser succionada por una fuerza invisible que surgía de las manos de los monjes. 

Mi cabello estalló en llamas cuando los monjes se posicionaron al frente mío. Todos los monjes me señalaron con el dedo como si se tratara de un juicio. Me fijé que tenían colgado un largo collar con una esfera de cristal del tamaño de una mano. Varias conocidas escenas en movimiento de mi vida se proyectaban en su interior. 

En eso, los monjes se desplazaron en círculo a mi alrededor.

—El vestidor está ocupado, no puede ingresar —esa era mi propia voz que provenía de la boca del monje más joven.

—Pero no hay nadie en el vestidor. Está vacío —dijo el monje más alto, imitando la voz del hijo de la cliente que se encontraba en la tienda.

—Debe tener más cuidado con gente extraña. La inseguridad es más grave cada día —reconocí la voz de la amable señora, que me dio ese consejo después de darme cuenta de la sustracción de un par de prendas.

—¿Por qué no me comunicaste sobre el robo de inmediato? ¡Debiste llamar al vigilante! —esa era la colérica voz de mi jefe, quién me recriminó al día siguiente, cuando estaba revisando las cámaras de seguridad.

Intenté huir de ellos con desesperación, tomando la calle Amazonas, hacia el lado izquierdo. Pero ellos estaban dispuestos a seguir atormentándome. 

—¿Por qué no te diste cuenta? —el monje que reproducía la voz de mi jefe dió vueltas a mi alrededor. 

—Estaba atendiendo a la otra cliente —le respondí como forma de defensa ante su irritación.

—Debes fijarte si un cliente es sospechoso. Puede volver a ocurrir en otra ocasión.

—Te reduciré el sueldo. De alguna manera tienes que reponer la pérdida de esas prendas.

En un descuido mío, un par de monjes me sujetaron del brazo, como si hubieran capturado a un maleante.

—¿Otra vez? —me sacudieron el cuerpo—. ¡Es la segunda ocasión que te sucede! Eres un incompetente.

—Necesitas dejar de dibujar en horas de trabajo y prestar mayor atención —me dieron bofetadas en la cara. Por acto reflejo giré el cuello para evitar el golpe. Pero a decir verdad, el dolor apenas se sintió.

—Si no estás cómodo trabajando acá, puedes largarte. El camino está libre.

—Una vez más y estarás despedido —terminó de sentenciar con el dedo el monje que se posicionó a mi frente.

Todo aquello, amigo, eran diálogos de mis propios recuerdos que habían salido de la boca de los monjes. De alguna manera, habían conseguido tener acceso a mis memorias. Tal vez por eso sentí como la cabeza me ardía.

Aún sujeto por los dos monjes, les grité a todos:

—¿Qué quieren de mí?

—Tal vez la pregunta correcta sea, ¿qué es lo que quieres tú de nosotros? Hemos venido para ayudarte —dijo el monje que estaba a mi frente.

Por primera vez, ese monje habló con su verdadera voz. No era ya la voz de mi jefe, sino la de un hombre anciano, sereno.

—Yo no quiero nada de ustedes —les dije, viéndolos con desprecio.

—Deberías confiar en el hermano Pablo —dijo el monje que me sujetaba el brazo derecho—. Te escuchó cuando estabas en la iglesia. Confiésalo. Tu cabeza está ardiendo en llamas.

—No los conozco, señores. Disculpénme, pero no confío en ustedes. Déjenme ir. 

—Imposible. No podemos abandonar a aquellos que necesitan de nuestra ayuda —dijeron todos en coro.

¿Qué podía decirles? Señores, me están acusando injustamente de ladrón. Llamarían a la policía y me llevarían a la comisaría. Mi jefe vendría a declarar en mi contra. Pediría que le reponga el dinero perdido de las prendas, sabiendo que ya me había descontado dos veces de mi sueldo. Yo me negaría, porque no tendría el dinero suficiente para pagar el monto que él solicitaría. Y entonces me meterían a una celda fría y oscura, y pasaría encerrado ahí no sé cuánto tiempo, hasta que alguien venga por mí a ayudarme. 

¿Y que crees que sucedió?

Cuando comencé a sacudirme para liberarme de la detención de los monjes, ellos me cargaron en lo alto, como quienes llevan un ataúd. Luego de decirme que lo sentían, los monjes se desplazaron por la calle Ayacucho con ligereza. Cuando llegamos a la esquina, doblaron hacia la derecha. Suponía que mis presentimientos se cumplirían cuando ellos se detuvieron en la puerta de la comisaría.

Me bajaron al suelo con cuidado, sin dejar de sujetarme por los brazos. A pesar de que no había ningún policía en la entrada, los monjes me arrastraron hacia el interior de la comisaría. Como si fueran ellos la autoridad, abrieron la puerta de una celda, y me arrojaron dentro. Después de eso, dieron media vuelta y desaparecieron en las sombras, sin decir ni una sola palabra de despedida.

LAS EMOCIONES CIEGASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora