1. VERDE

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Las ruedas del carruaje vibraban sobre la gravilla de uno de los caminos que unían los territorios de los clanes Kappa y Xi, y Jungkook se limitaba a sentir el traqueteo del asiento, igual que llevaba haciendo varias horas e igual que haría durante otro tanto tiempo más. Los terrenos que abarcaba la jurisdicción de su clan no estaban lejos de los del clan Kappa, de hecho eran fronterizos, pero los asentamientos que hacían las veces de capital de una y otra región estaban en los extremos más alejados de ambas, de modo que al joven no le quedaba otra alternativa que resignarse a recorrer aquellos kilómetros que lo alejaban poco a poco de su familia, o de lo que quedaba de ella, y lo acercaban, a golpe de infortunio, a cumplir su deber como recién estrenado heredero de los Xi.

Su mente estaba en blanco, de verdad que lo estaba, pero si había algo que no podía sacarse del interior de sus párpados era la expresión en las caras de sus madres aquella mañana, pocos días antes de que él cogiese el carruaje que lo estaba transportando hacia la reserva Kappa, e inmediatamente después de que la desgracia de la guerra azotase sus vidas y las del resto de la comunidad como nunca antes lo había hecho. Los ojos de las dos reinas estaban llenos de la furia más cegadora, clamando venganza contra los hechiceros que habían derrotado a su clan, y a la vez se ahogaban en la desdicha más profunda, aquella que solo conocen quienes han tenido que recuperar con sus propias manos el cadáver de su primogénito del campo de batalla, incinerarlo, y despedirse por él de todos los planes, objetivos y sueños que, antes de los veintisiete años, a su hijo le habían arrebatado la posibilidad de cumplir.

El joven lobo sintió cómo el recuerdo trepaba por su espalda y se deslizaba por ella en forma de escalofrío, para luego volver a esconderse en lo más profundo de su alma. Los paisajes que veía escaparse por la ventana del carruaje eran iguales, y llevaban siéndolo prácticamente desde que salió de su casa. Iguales, siempre iguales, como le parecían las mañanas, las tardes, las noches, las comidas y las personas que pasaban de puntillas por su vida desde el día que había tenido que plantarse delante de la hoguera en la que yacía el cuerpo de su hermano mayor, de su mentor, de quien le había enseñado a ver el mundo con mejores ojos y, cumpliendo con su deber como nuevo heredero según las costumbres de su clan, había prendido la llama que los alejaría para siempre.

Al borde del camino había árboles: más altos, más bajos, de troncos gruesos o finos, con hojas esponjosas o puntiagudas, pero siempre árboles. Siempre verdes. Había quien decía que el verde era el color de la esperanza, la que no hay que perder, el motor del mundo y de nuestras almas. Pero el verde también era el color de la muerte, de la descomposición y la putrefacción. Por eso quemaban a sus muertos; para ahorrarles la vergüenza que traía ese color, la inevitable asociación con la forma más desagradable que puede tomar el final. Y los mismos borrones verdes que rodeaban a Jungkook en aquel trayecto eran los que había visto a través de sus lágrimas la noche que, metamorfoseado, no encontró otra escapatoria a su tormento que la de adentrarse en el bosque y correr, y correr, y seguir corriendo, más y más kilómetros, hasta que los pulmones le doliesen, hasta que los músculos le quemasen tanto como el fuego que aún no había consumido el cuerpo de su hermano porque no era justo que solo le ardiese el alma a uno de los dos.

Al amanecer despertó bajo ese mismo color, entre hojas caídas, con la ropa destrozada y sin su denso pelaje negro cubriéndole, pues a su cuerpo no le quedaban energías para mantener el estado animal. Así emprendió el camino de vuelta a su asentamiento, descalzo, recorriendo los mismos terrenos que unos días antes había peinado con su manada en busca de su hermana Hyeji, que no aparecía en las listas del recuento de víctimas tras la batalla contra los magos. Su hermana no estaba con ellos, pero no estaba muerta, y el mismo verde que le había recordado que su hyung se había ido, le susurraba que su noona todavía estaba allí, en alguna parte, aunque fuese en manos de aquellos que tantas cosas les habían arrebatado. A sus ojos, el verde era el color de la muerte, y era el color de la esperanza; solo tenía que aprender a diferenciar cuándo debía dejarse inundar por él y cuándo debía ponerle el freno justo y necesario para que no lo consumiera.

Cuando llegó a su aldea, mañana nublada pero no lluviosa, pasó por la plaza principal de camino a su cabaña, y las pocas ascuas que aún brillaban en lo que había sido la hoguera parecían saludarlo con una sonrisa macabra. Ya en casa, los brazos de su madre Songyi lo acogieron, comprensivos, silenciosos, en definitiva, maternales. Bora se unió al abrazo con su hijo pequeño, envolviéndolos a los tres en una manta para cubrir los hombros desnudos, casi temblorosos de Jungkook. Aquel fue el primer momento de pausa que se pudieron permitir tras el frenetismo de los días anteriores. El clan había ayudado a sus heridos, despedido a sus caídos y consolado a quienes se quedaban en un mundo en el que sus compañeros de vida solo existirían en el recuerdo; pero era tiempo de reorganizarse. Fue después de ese abrazo cuando el joven advirtió un tercer sentimiento en las pupilas de sus madres: la furia por la derrota y la desolación por la pérdida seguían ahí, pero ahora también estaba la calma de la determinación. Ambas habían tomado una decisión; a su hijo mayor lo habían matado los magos, pero a su hija mediana solo la habían capturado como rehén, de modo que todavía estaba en su mano no tener que repetir el angustioso ritual por el que habían pasado en los días posteriores a la batalla. Porque no estaban dispuestas a celebrar más funerales, y si para evitarlo tenían que celebrar una boda, que así fuese. Habían perdido a un hijo a manos de la muerte, habían perdido a una hija a manos del secuestro, y renunciaban a su último hijo, a todo lo que les quedaba, a manos del matrimonio convenido, pero en favor de una alianza que necesitaban para recuperar a Hyeji, y con la esperanza de restaurar las pérdidas que, como cabezas de su manada, sentían responsabilidad suya.

Así que allí estaba él, con la mente en blanco, quizás en verde, intentando en vano dejarse nublar más por el traqueteo del carro que por la pérdida de todo lo que había conocido como una constante en su vida. Detrás de él, las esperanzas de su manada por recuperar lo que les pertenecía; ante sus ojos, la perspectiva de una vida nueva y organizada que tenía que aprender a entender como propia; sobre sus hombros, la inesperada e indeseada responsabilidad como nuevo heredero, que no debería pertenecerle, pero aceptaba como lo que era, su deber; y entre sus dedos, sujeto con fuerza, un mechón de pelo plateado que su hermano Namjoon se había cortado y le había regalado la última vez que se vieron.

Bajo las ruedas, gravilla.

Al menos no tenía que ir a pie.

CLAN [jjk/kth]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora