Astrid atravesó la plaza con un sentimiento de nostalgia.
Siempre adoró Berlín; sus vendedores callejeros y sus barrios coloridos, pero sobre todo su gente. Cuando recorría sus calles, las personas siempre solían sonreírle, saludar; hablarle. Ahora ni siquiera levantaban la cabeza para mirarla. Berlín era una ciudad triste. Silenciosa. Con olor a muerte.
Entró a la repostería y saludó a Irene.
—Anoche la Gestapo se llevó a mi vecino —le comentó la muchacha—. Dicen que era miembro de la resistencia.
Astrid agarró un trapo y empezó a limpiar las mesas, mintiéndose a sí misma.
Hizo como si no hubiera escuchado; como si aquellas palabras no tuvieran un significado aterrador. Revivió aquella escena una vez más, repitiéndose a sí misma que no había sido su culpa, que no hubo tiempo de abrir la puerta de su casa y esconderlo, que ella no era una asesina.
Un sentimiento de impotencia, como un malvado ángel, se apoderó de ella.
Era una cobarde.
Sí.
Cómplice de las atrocidades de aquellos tiranos.
Estregó con fuerza sobre una mancha, que sabía perfectamente no se borraría, como tampoco se borraría lo que había hecho.
Cerró los ojos por un segundo, intentando bloquear los recuerdos, que ahogados en el mar del pasado, intentaban salir a la superficie.
No resultó.
Aquella escena no dejó de repetirse una y otra vez en su memoria, como una mala película de la que jamás podría deshacerse.
Se detuvo y volvió a mirar Irene.
—En este país todo el que piense diferente es miembro de la resistencia, un judío, un comunista; un enemigo del estado —le dijo—. La libertad de expresión es un lujo que los alemanes perdimos hace ya bastante tiempo.
—¡Chist! —siseó su compañera, corriendo las cortinas y echando un vistazo a la cocina—. No hables tan fuerte, alguien te puede escuchar.
Astrid negó con la cabeza.
—Este gobierno lo único que ha sembrado en nuestro país es miedo. Tú prefieres callar, cerrar los ojos, mientras afuera ocurren injusticias.
—¿Y acaso tú no haces lo mismo? —Astrid apretó la mandíbula, furiosa, no con su compañera sino consigo misma. Irene tenía razón, ¿quién era ella para juzgar a los demás cuando tampoco hacía nada para evitar aquellas injusticias?—. Tengo familia, un hijo que cuidar, sabes muy bien lo que le pasa a esa gente que se rebela, se los llevan y nunca más los vuelves a ver. No dejaré a mi hijo...
La repentina aparición del repostero, hizo que Irene se tragara sus palabras y simulara limpiar el mostrador. El hombre de edad avanzada puso un pastel de chocolate y avellanas sobre una mesa y, sin pronunciar palabra alguna, se retiró. Tenía años trabajando allí y una buena amistad con los dueños, pero a Astrid nunca le agradó; demasiado silencioso para su gusto, y esa gente solía ser peligrosa.
—Ya sabes de lo que hablo —continuó Irene—. No arriesgaré mi vida ni la de los míos para salvar a otros. ¿O tú arriesgarías la de los tuyos?
Astrid no respondió, se limitó a negar con la cabeza, sin convicción, y continuó limpiando. Irene tenía razón, pensó, intentando tranquilizarse, pero su conciencia no tardó en juzgarla. ¿Estaba protegiendo a su familia o la estaba condenando? Tal vez sí había mucho qué hacer, mucho que ayudar, sin poner en riesgo a su familia.
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Sublime y Feroz
Historical FictionSublime y Feroz es una novela de romance, con tintes eróticos, que nos relata la historia de Stefan Fischer, miembro de las Allgemeine -SS y ex combatiente, que no solo tiene que luchar con las secuelas de la guerra, sino con los recuerdos de su pr...