Se levanta la noche y me cubre. Por primera vez, no como esa especie de velos que tapan la cara y no te dejan ver ni respirar, sino como esas vestiduras que acarician tu piel con elegancia pero denotan sutileza a medida que avanzas dando pasos por un camino iluminado. Iluminado por los faroles amarillos que se encienden en la noche.
Siento los ojos del universo posarse en mis mejillas, en las ondulaciones de mi cabello, en las curvas de mi cintura. Podría disfrutar la atención, claro que podría, cuántas veces no lo he hecho. Pero esta vez es diferente. Estoy tan concentrada en las estrellas del cielo y en la ausencia de ellas al estar bajo techo que se me es fácil ignorar todo lo que me rodea. Me gustaría ser de esas mujeres que surgen con naturalidad, que aún distraídas, pueden gozar de gracia y elegancia. Sin embargo, soy sólo yo, aquella que, cuando se distrae con los juegos de la noche, resulta siendo nadie, a pesar de haberse ganado la imagen de ser alguien.
Es cuando oigo las voces que me resultan familiares que regreso al mundo real. De todas maneras, mi mente no tiene la capacidad mental para retornar al estado inicial, antes de que me atrapara la oscuridad, así que oigo palabras pero no las codifico. No puedo nada, al mismo tiempo que escucho a mis pensamientos.
Necesito un par de segundos, o minutos. U horas. Algo de tiempo que me permita tener la fuerza de voluntad para reconciliarme con la idea de que mi corazón está latiendo por sí mismo. Que ya no siento como si todo el tiempo me quedara sin aire, y que ya no tengo un velo que me arrebate cruelmente la posibilidad de disfrutar el día.