Prólogo

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Shelley Adams sabía que era rara. 

Para empezar, ella sí entendía por qué había llegado al centro de acogida. A diferencia de los otros niños que no entendían cómo habían llegado al centro, ella sí sabía lo que había pasado con sus padres antes de que los servicios sociales la llevaran allí. Lo había visto.

Además, había algo en ella que no le gustaba a los demás niños de su edad, ni a la mayoría de los adultos. Tal vez fuera el hecho de que era una preguntona.

Seguramente por eso era tan difícil de adoptar.

La primera vez que Shelley tuvo una entrevista de adopción, fue con una pareja más joven, los señores Miller, de unos treinta y pico años cada uno. La señora Taylor, una mujer ya entrada en los cincuenta, menuda, de pelo castaño ya canoso, la llevó de la mano hasta la sala de reunión y la sentó en una silla, para después salir y dejarla un tiempo hablando los Miller.

—¡Pero qué niña más guapa! —exclamó la señora Miller nada más entrar.

Shelley tenía el pelo de color rubio, fino y fácil de enredar. Su nariz era redonda y sus ojos eran grandes y azules, con un destello afilado en sus pupilas. Era delgaducha, y bastante alta para su edad.

—Y bueno, Shelley —dijo la señora Miller con tono amable—, ¿cuántos añitos tienes?

—Cinco —respondió la niña, balanceando sus delgaduchas piernas mientras los miraba con atención—. Los cumplí hace un mes.

—¡Qué mayor! —celebró el señor Miller con aquel tono que los adultos ponían siempre que hablaban con niños pequeños. Shelley siempre se preguntaba el por qué—. Y dinos, ¿qué cosas te gusta hacer?

—Experimentos.

—Ah, ¿sí? Qué interesante.

—Y saber.

—¿Saber? —repitió la señora Miller—. Ah, entiendo, ¿te gusta aprender?

—Me gusta saber las respuestas de las preguntas —la corrigió Shelley—. Por eso me gusta preguntar.

—¡Ya sé! —dijo el señor Miller—. Te gusta investigar, ¿verdad? —La niña asintió—. Eso está muy bien, Shelley. Para eso hay que ser muy atento. ¿Tú lo eres?

—La señora Taylor me llama espabilada. No sé si es lo mismo.

—Bueno, ser espabilada también está muy bien.

—¿Puedo preguntar una cosa?

—Claro que sí, cielo —respondió la señora Miller.

Shelley la observó con atención una vez más, para después mirar a su marido de la misma forma.

—¿Por qué huele a hombre, señora Miller? —cuestionó.

La aludida compartió una mirada con su esposo, y después sonrió.

—Porque paso mucho tiempo con Hank —respondió, dando la mano al señor Miller.

—Pero él huele diferente —replicó Shelley inmediatamente—. La colonia que tiene el señor Miller no huele igual que usted ahora.

Los señores se miraron con sospecha, y las manos de la señora Miller empezaron a sudar.

—¿Qué quieres decir, Shelley? —preguntó el señor Miller.

—¿Y por qué su camisa está manchada de pintalabios rojo? —señaló la niña, apuntando al cuello de la camisa del hombre—. El pintalabios de su mujer es rosa oscuro, no rojo.

Shelley de Baker StreetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora