12 huérfanos viven una existencia onerosa, cargada de reglas, tareas y religión a cargo de un grupo de monjas en algún monasterio de la baja Alemania. Este escenario ya podría ser el punto de partida de una historia realista, que bien podría fácilmente versar sobre sus rutinas, sus pasatiempos, sus gustos y disgustos, experiencias y diversos avatares al estilo de Mark Twain, mientras dejan pasar su existencia en uno de los entornos más grises y estériles del mundo eclesiástico. En cambio, las visiones perturbadoras y altamente alarmantes que empieza a tener el protagonista, Septimus, número y no nombre ni indicio de una personalidad, conduce al lector a través del rompecabezas de su mente fraccionada entre la fe, la mitología, la angustia y el sinsentido, al punto de que ya no será posible discernir, ni para el espíritu más positivo, dónde empieza la realidad y dónde acaba la locura, si es que el padecimiento que sufre este número tiene límites que pueden definirse. O quizás sea que desde el principio es la misma literatura la que nos tiende la trampa y él no es más que la víctima agónica de un plan retorcido y macabro que lo supera y lo minimiza hasta hacerlo menos que hombre y más que un mortal, dejándolo dividido entre el mundo fantástico y Carroliano que debería vivir todo niño y el fantasma de la guerra, el sinsentido y el temor y temblor fervoroso de una fe en crisis. Esperemos que al final él pueda seguir siendo lo que fue y el séptimo niño no se convierta en el sello abierto de un libro de plagas, demonios mentales y monstruos con cuerpo de personas.