Amapola le daba la espalda; miles de minúsculos lunares semejantes a estrellas cubrían esa superficie. Ella estaba casi dormida y cada roce de Duval le producía placidez. Sus párpados se caían de pesados y pestañeaba para mantenerse despierta; quería seguir disfrutando del tiempo de afecto que él le regalaba, pero su cuerpo se hallaba vencido después de la reciente faena. Permaneció así, en estado de duermevela, hasta que sintió que la nariz de Duval rosó su nuca. Él la aspiraba, intentando llenarse de ella, del olor a hierba fresca y flores molidas, la acariciaba despacio, con ternura, y justo en el hueso de su columna le depositó un beso insonoro, logrando que a ella el sexo le temblara como una réplica telúrica.
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