SoyKatherineGilmore
Katherine fue la primera en llegar a ese hogar roto, y desde muy temprano entendió que la infancia no era un lugar seguro. Su padre era un hombre errático: un día ausente por semanas y al siguiente presente solo para descargar su frustración con gritos o críticas. Su madre, atrapada en su propia amargura, se convirtió en una mujer que no sabía cuidar, sino exigir. Katherine nunca recibió palabras de consuelo; apenas escuchaba órdenes, reproches y silencios.
Al principio, lloraba. Buscaba el abrazo de su madre, la voz firme y cariñosa de un padre que la protegiera. Pero esas necesidades quedaron sin respuesta, hasta que comprendió que llorar no servía de nada. A los nueve años ya había apagado casi por completo su vulnerabilidad. Se dijo a sí misma que si quería sobrevivir, tendría que endurecerse.
Cuando Elizabeth nació, Katherine descubrió un nuevo sentido para su vida. En esa bebé vio la posibilidad de lo que ella nunca tuvo: inocencia, ternura, amor sin condiciones. Desde entonces se convirtió en su guardiana silenciosa. Asumió el rol de madre cuando en realidad era apenas una niña. Le daba de comer, la cuidaba en las noches de insomnio, la distraía cuando sus padres discutían. Pero esa responsabilidad, aunque la fortalecía, también la desgastaba.
Con los años, su carácter se transformó en una coraza. Donde Elizabeth era dulzura, ella era dureza. Donde su hermana buscaba luz, Katherine se refugiaba en la sombra. Aprendió a reprimir sus emociones porque entendía que, si se permitía sentir demasiado, todo se derrumbaría. Su frialdad no era falta de amor; era exceso de miedo. Miedo a fallar, a no ser suficiente, a que su hermana sufriera lo mismo que ella.
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Sin embargo, había un detalle que Katherine no podía ignorar: las sombras en los ojos de Elizabeth. A veces la encontraba callada, perdida, con una sonrisa demasiado forzada. No hacía preguntas, porque no sabía cómo hacerlas. Temía que, al remover la superficie, descubriera algo demasiado doloroso. Y en secreto, cargaba con la culpa: la sensación de que no había sido lo suficientemente fuerte como para protegerla de todo.
La frialdad de Katherine no era un rechazo, sino una forma de amor torcida. Creía que debía ser dura para sostener a las dos, que debía callar para que Elizabeth pudiera hablar, que debía sacrificar su ternura para que su hermana pudiera conservarla. Pero esa decisión la dejó atrapada en un papel rígido: incapaz de mostrar debilidad, incapaz de pedir ayuda, incapaz de decir “yo también necesito que me cuiden”.
Katherine soñaba, en lo más profundo, con ser libre de esa máscara. Quería volver a ser una chica capaz de reír sin miedo, de llorar sin vergüenza. Pero el peso de los años, el recuerdo de una niñez robada, y la certeza de que Elizabeth la necesitaba, le impedían derribar las murallas.
Y así vivía: fría por fuera, volcán por dentro. Silenciosa, distante, con una fuerza que todos admiraban, pero con una herida que nunca dejó de sangrar. Su miedo más grande no era su propio dolor, sino la posibilidad de que Elizabeth algún día descubriera cuánto la había fallado sin que ella lo supiera.
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