Mi vida era monótona.
Estaba tan acostumbrado a que todo fuera igual: mis expresiones, mis padres, mis relaciones y mi rutina.
No era feliz -ni siquiera sabía que era ser feliz-, pero nunca había planeado cambiarlo.
Estaba tan acostumbrado.
Las mañanas y tardes en la biblioteca siguen siendo muy entretenidas, es de los pocos lugares en donde puedo ser yo, mostrar mis inseguridades a los libros e intentar ser ayudado por ellos, pero, eso nunca paso; no me ayudaban, me perjudicaban más.
¿Conseguir amigos? ¿Pareja? ¿Qué tus padres te miren como un hijo?
No, los libros de autoayuda nunca sirvieron.
Estaba bien, podía soportarlo.
Iba todo bien en mi monotonía, estudiando lo que mis padres querían y observando a la lejanía criminalística.
Otra vez me encontraba en la biblioteca, pero esa tarde fue muy diferente a las demás.
Tu te sentaste a mi lado, me hablaste, otra vez suplicando que intentemos ser amigos, yo como siempre, reacio a cualquier tipo de interacción social y te lo dije, pensaba que ibas a ceder finalmente que me ibas a dejar en paz por nuestro bien. Pero no, dijiste aquella frase que me dejo aun plasmado al pensarla.
“Puedo aprender mucho de ti”.
Creo que fue una falacia. El que terminando aprendiendo del otro fui yo contigo.
Aprendí tantas cosas a tu lado.
Después de esa charla regresaste al poco tiempo con libros y hablamos de ellos, descubrí que tu libro favorito era: “El principito” una hermosa obra ha decir verdad. Te gustaban los libros como a mí, fue interesante aquella pequeña charla, descubrimos cosas del otro, sin embargo, no fue perfecto, descubriste de mi nula capacidad social y afectiva, un abrazo era raro, pero tus brazos eran calados y tu forma de alterarme de no tiene precelente.
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