He tenido pesadillas estos últimos días.
Hubo una en concreto, hace un par de días, que me perturbó por lo extraña y banal que parecía: entraba a ducharme en un hostal aislado a la falda de una montaña, dejé que cayera el agua fría y agarré la mampara de la ducha con bastante tranquilidad. Entonces, una avispa voló zig-zagueando por mis pies y, al aterrizar, caminó por las pequeñas losas del suelo del baño.
No soportaba la idea de tenerla cerca. Por algún motivo, me resultaba del todo ajena a mi mundo esa avispa. Tenía una presencia demasiado imponente, como si aquella hubiera sido dotada de la consciencia de su propia existencia. Y mientras me arrinconaba a una de las paredes, incapaz de echarla con el agua que aún caía, por el miedo que me provocaba causarle algún mal o reaccionar de alguna manera que pudiera cabrearla, ella avanzaba hacia mí con un zumbido furioso y demasiado alto para provenir de ella.
A cada pequeño paso que daba, las patas de la avispa se doblaban y se partían. Se deshacían en trocitos. Y cada vez que aumentaba su rastro de extremidades partidas detrás de ella, el insecto gritaba más y más.
Estaba tan cerca de mí que podría haber trepado al dedo de mi pie, pero, en lugar de eso, pegó un salto y voló hasta mi oído. No dejé de gritar, pero ella gritaba más que yo, más profundo, más agónico, más grotesco; pero no por ello más humano.
Vi cómo se metía en mi pelo y escarbaba, y mi impresión e impulso por quitármela de encima fueron tales, que me levanté de golpe y con las manos en la cabeza. Mi novio, ya despierto, me preguntó que qué me pasaba, y yo le conté esto que estáis leyendo vosotros.
Me dijo que él también había soñado con la avispa.